Dilemas éticos hacia el final de la vida

Firdlender Hugo

Rev HPC ; :


DILEMAS ETICOS HACIA EL FINAL DE LA VIDA*
Hugo I. Fridlender (1)

1. Médico. Miembro del Consejo Institcuonal de Revisión de Estudios de Investigación. Hospital Privado de Comunidad. Córdoba 4545.
* Este escrito fue también presentado como trabajo final para el Curso de Posgrado: Bioética en la Sociedad del Conocimiento, Universidad Nacional de Mar del Plata.(B7602CBM). Mar del Plata. Argentina.

El nombre (Gustavo) es ficticio, no así este relato del acompañamiento y asistencia en la etapa final de su vida, que es tan ajustada a la realidad como la memoria me lo permite luego de casi treinta años.
A él y a su familia se lo dedico por su templanza, entereza y dignidad; y por el legado de preguntas a las que, aún después de tanto tiempo, intento buscar respuesta.Me propongo revisar mi actuación, a la luz de conceptos éticos, en uno de las tantísimas situaciones en que en mi vida profesional me tocó desempeñarme, sin tener, por diversas circunstancias, oportunidad, ámbito, contexto e información
suficiente para reflexionar más profundamente sobre las cuestiones que se planteaban.
La elección de este caso es en razón de considerarlo emblemático por la multiplicidad y complejidad de los dilemas éticos que se plantearon, además de la afectación emocional que me implicó, y de los numerosos interrogantes que me quedaron (y me quedan) sin respuestas ciertas.
Las modalidades del desempeño profesional en un servicio de atención domiciliaria, por aquellos tiempos, en función de una gran presión asistencial, y escasa disposición de tiempo para resolver situaciones, se agravaba por la casi inexistente posibilidad, en tal contexto, de encontrar espacios para dialogar sobre las situaciones más complejas, con colegas y demás profesionales de salud, y en relación interdisciplinaria.
Tampoco existían ámbitos como lo es ahora el CHE, a más de que por nuestra formación, adoptábamos conductas muchas veces paternalistas (y también “omnipotentes”), lo que nos dejaba en condiciones de extrema soledad a la hora de tener que tomar decisiones urgentes, en situaciones dilemáticas.
Asistíamos a pacientes postrados (o semipostrados, y que les resultaba muy complicado movilizarse), siendo esta condición el principal criterio de derivación al servicio; es decir que asistíamos a pacientes con patologías diversas, en su mayoría de edad avanzada, y con deterioro cognitivo, pero también eran numerosos los pacientes que padecían enfermedades terminales, y/o que se encontraban transitando por la etapa final de sus vidas.
Debíamos, por lo tanto, intentar asistir del mejor y más continente modo posible a los pacientes y a su entorno, con quienes no habíamos tenido un conocimiento previo a esta condición, y en situaciones particularmente angustiosas.
Por todas estas razones, se comprenderá la dificultad que estas condiciones implicaban para tomar decisiones, consensuarlas con sus familias o entorno, considerando que en la mayor parte de los casos, estos pacientes tenían, en mayor o menor grado, pérdida de su autonomía.
Conocí a Gustavo y su familia, hace ya de esto más de treinta años, cuando me desempeñaba en un servicio de atención domiciliaria.
Gustavo (G) tenía 34 años de edad, casado, dos hijos pequeños. Había sido estudiado por parte del Servicio de Neurología, y tenía diagnóstico de ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica), (enfermedad neuro degenerativa que va produciendo parálisis progresiva de músculos voluntarios, sin afectación de la conciencia) en una modalidad “maligna” por lo rápidamente evolutiva. Su pronóstico era ominoso.

“…la característica de la debilidad en partes o asimétrica se amplía poco a poco y luego el paciente queda incapacitado para caminar, vestirse o alimentarse por si mismo.
Se pierde peso porque la atrofia muscular y la alteración de la deglución así lo imponen; el habla se hace ininteligible, los estados de ahogamiento dificultan la deglución y el sueño y la respiración se dificulta incluso en estado de reposo.
La causa frecuente de muerte es infección e insuficiencia pulmonares. El promedio de vida es de tres años después del inicio de los síntomas, aunque algunos pacientes viven 1 hasta 10 años o más en un estado de grave debilitamiento”.

El tratamiento era por entonces exclusivamente paliativo. (G) y su familia fueron exhaustivamente informados por su profesional tratante del diagnóstico y pronóstico, y ante ello G decidió y solicitó que no se le prodiguen tratamientos extraordinarios, que sólo prolongarían una cruel agonía.
Explícitamente acordó que no deseaba recibir medidas de soporte vital cuando no estuviese ya en condiciones de alimentarse por la vía natural, ni recibir ARM (asistencia respiratoria mecánica).

“Los (pacientes) que tienen disfagia grave sin otros síntomas invalidantes (…) pueden recibir algún beneficio si se les coloca una sonda naso-gástrica para alimentarlos o si se les practica gastrostomía. La cuestión médica más difícil radica en el papel terapéutico de la ventilación artificial.
La mayoría de los pacientes, al comprender su pronóstico sin ninguna esperanza, prefieren no mantenerse vivos artificialmente, en un estado de parálisis total, incapaces de comunicarse excepto con los movimientos de los ojos. Sin embargo, hay quienes sobreviven durante varios años en esta forma, y permanecen en sus casas con la ayuda de una familia devota e inteligente. Es importante explicar todos estos aspectos cuando los pacientes se encuentran en los primeros estadios de alteración respiratoria, de modo que puedan tomar decisiones antes de requerir una maniobra de resucitación de urgencia durante una crisis respiratoria” .

También acordó, en consonancia con su familia, quedarse en su domicilio (en realidad, en el de su madre y una tía) y recibir allí los cuidados familiares, y la asistencia profesional necesaria.
Por aquellos tiempos, existía reticencia en dejar constancia escrita de estos acuerdos y no se utilizaba, excepto para prácticas quirúrgicas o invasivas, un formulario de consentimiento informado; tampoco de directivas anticipadas de negativa a recibir tratamientos específicos; y aun así, como acuerdos verbales, eran poco explícitos y frecuentes.
Se brindaba generalmente una información lo más escueta y continente posible.
No obstante, en este caso puntual, la información con la que contaba el paciente y su familia, era bastante apropiada, con las ambigüedades propias de un pronóstico difícil de establecer con total precisión; pero tenían mucha claridad y consistencia en los modos de desenvolverse ante las trágicas circunstancias por las que les tocaba transitar. Más aún, a través del tiempo, “naturalizaron” la situación y encontraron modos de resiliencia frente a la adversidad.
Fue entonces, cuando me contacté con G y su familia, y comencé a recorrer el camino de acompañarlos en la etapa final de su joven vida.
Raras veces se daban condiciones tan favorables, tales como la amplia información, que tenían paciente y familia, una relación que se manifestó como de excelente comunicación entre ellos, y de altísimo grado de continencia y serenidad en el manejo de la situación. Eran personas muy discretas, estaban conformes con la atención que recibían, revelaban un grado de inteligencia, pragmatismo y aceptación sorprendentes.
Por lo que de alguna manera, también me sorprendía la dificultad que a veces yo tenía para ingresar a su domicilio a efectuar las visitas, y en varias ocasiones en que no me sentía emocionalmente preparado, debía diferirlas…
G impresionaba como una persona simple, muy afecta a los deportes; de hecho, tenía instalado un televisor en su habitación, en un soporte posicionado para que pueda mirarlo sin dificultad, cuando ya no podía movilizar el cuello.
Casi siempre veía programas deportivos, acompañado por sus familiares. Mientras estuvo saludable tenía un taller mecánico donde preparaba unidades de karting para carreras.
Un sobrino que había trabajado con él improvisó un pequeño taller en su habitación y preparó un karting para correr, siguiendo sus indicaciones, que para ese entonces ya eran más gestuales que verbales…, y luego adaptó muy eficientemente una silla de ruedas con soportes para poder sostenerlo y llevarlo a ver la carrera…
Su esposa quedó muy ocupada al tener que hacerse cargo del sostén familiar y atender a sus hijos pequeños, pero lo visitaba diariamente y con frecuencia traía a los niños. De modo que la atención de G quedó básicamente a cargo de su madre, con quien se evidenciaba una excelente comunicación, y manifestaba acuerdo gestualmente cuando ya había perdido la posibilidad de expresarse verbalmente, y ella hablaba en su nombre.
Con mucha paciencia conseguían ayudarlo a alimentarse, y se buscaron recursos para facilitar la deglución, de tal modo que conservó la posibilidad de sostenerla naturalmente durante bastante tiempo después de haber perdido la capacidad de hablar, básicamente porque ya sus músculos respiratorios no eran eficientes para impulsar suficiente aire a través de su laringe. Su respiración se fue tornando muy superficial, pero se pudo ayudar con sólo una mascarilla de oxígeno.
En poco tiempo, G solo pudo mantener el movimiento de sus músculos oculares, de modo que conseguía responder afirmativa o negativamente con movimientos verticales u horizontales de sus ojos, que parpadeaban muy escasamente, lo que le confería una mirada fija, (que yo percibía como penetrante, e inquisidora), y era necesario formular las preguntas en su nombre, y esperar la respuesta de sus ojos. Lo que fue implicando que yo debía intentar “ponerme en su lugar”, imaginarme sus preguntas y formularlas como si fuesen suyas. Era como tratar de ser él y yo alternativamente, preguntando y respondiendo, como esos actores virtuosos que pueden involucrarse en dos personajes simultáneos, dialogando entre sí…
Para su madre parecía ¿más simple?; ella “sabía” lo que G necesitaba, sentía, deseaba, con esa especie de comunicación “telepática” que se da entre las madres y sus hijos cuando son pequeños.
Por lo que me pareció obvio que G sostenía lo que había acordado…, así se manifestaba a través de su madre, quien hablaba en su nombre sin que el pareciese cuestionarlo con el movimiento de sus ojos.
Con el paso del tiempo (algunos meses) G se fue deteriorando cada vez más; estaba muy adelgazado, sus músculos atrofiados, la respiración muy superficial, empeoró su deglución. Su gesto, sólo expresable a través de su mirada, muy fija, me impresionó como angustioso; ¿estaría G en este contexto sosteniendo sus deseos, como cuando pudo explicitarlos? ¿Cuál sería su pedido, si pudiese formularlo ahora, desde esta condición tan sufriente?
Un par de días después, me llamó su madre: G parecía haberse aspirado al tragar, su respiración había empeorado, estaba disneico, y se escuchaba el ruido de abundantes secreciones.
Le propuse tratamiento kinésico domiciliario, para ayudarlo a expectorar, lo que no pareció rechazar.
Sin embargo, dos días después, su madre me dijo que G no estaba tolerando el tratamiento, no tenía capacidad para toser y desprenderse de sus secreciones, por lo que la kinesióloga se las estaba aspirando a través de la introducción de una sonda por la nariz. Si bien este era un procedimiento algo invasivo, no se trataba de asistencia respiratoria mecánica, que se había acordado no ofrecer. Y el sentido era intentar aliviarlo de su disnea. ¿Que estaría deseando G que se haga en esta situación?
Su madre me dijo que G no quería recibir más ese tratamiento. Que lo que pedía era solo algo que alivie su sensación de asfixia. De modo que le formulé la pregunta, y con sus ojos pareció confirmar lo que dijo su madre. Solo decidí en ese momento suspender el tratamiento kinésico, y continuar sólo con la mascarilla.
Al día siguiente, su madre me llamó aparte y me dijo que ella percibió que G (quien seguía acompañado por su familia, mirando por TV los partidos finales del mundial de fútbol en México, en el que el seleccionado argentino competía en las semifinales) le estaba pidiendo que llamen a un pastor que predicaba en un canal de TV en la noche. Que ella lo percibía, y que pensaba que G sentía la inminencia de su muerte, y quería que alguien le hable al respecto.
Pedí estar a solas con G, ahora más que nunca necesitaba intentar comprenderlo, indagar en sus necesidades, deseos, desde su lugar y condición. Intentaba imaginarme que era yo quien me encontraba, en esa cama ortopédica en la que G estuvo ya más de un año, y mirando fijamente el televisor que tenía enfrente. Me preguntaba si G quería seguir viendo esos partidos finales, acompañado por su familia, que era lo
que lo ligaba a la vida; pero que al mismo tiempo no toleraba ya su sensación de asfixia y sentía la inminencia de su muerte. Pensé también que si quería ver al pastor (yo desconocía todo sobre sus creencias), necesitaba que le expliquen sobre cómo sería su muerte…, y que independientemente de que llamen al pastor, yo le debía esa explicación.
Si G me pedía que le explique cómo sería su muerte, yo debía respondérselo desde mi lugar…, pero ocurre que mi propio concepto sobre la muerte no tenía por qué coincidir con su idea al respecto…, de hecho siendo personas tan distintas.
Por lo que finalmente le intenté explicar cómo sería, desde el modo en que yo lo entendía en aquel momento, y sobre todo, ofrecerle la seguridad de que no sería algo doloroso, ni más sufriente que lo que ya estaba padeciendo, y que podíamos ofrecerle alivio.
Le aclaré además, que el “después” depende de sus creencias, y que si quería convocar a algún religioso, podía hacerlo. Me pareció que el sintió respondida su pregunta…, aunque yo no estaba seguro de que él la hubiese formulado, a través de su madre…, o si era más una pregunta de su madre, que ya no toleraba verlo sufrir, y que la formulaba como partiendo de él.
Pero la cuestión fundamental que aquí se me planteaba, era como aliviar el sufrimiento de G, consciente de que solo era posible ese alivio, administrando sedación, pero que en su condición, ello inevitablemente provocaría su depresión respiratoria, y su consecuente muerte. Y como G. estaba lúcido, debía explicarle claramente esa situación, y que él debía definir en qué momento necesitaba ya imperiosamente de ese alivio…, y su consecuencia.
No encontré una respuesta en sus ojos. Me sentí nuevamente compelido a involucrarme intensamente en él, intentar sentirme en su lugar Y desde su lugar, sumergido en su cama, y con sus intereses y pasiones, y su televisor enfrente, y su familia alrededor, y compartiendo con ellos ese final…, formulé una pregunta, que me pareció de una tremenda trivialidad. Tenía muchas y muy angustiosas dudas…, ¿le estaba proponiendo negociar el momento de su “partida”, contra el partido de una final del mundial de fútbol? Y temí que no pudiese responderme, y de quedarme atrapado en el sentimiento de que había formulado una pregunta brutalmente estúpida, en una situación de tal dramatismo.
Casi sin mirarlo, le pregunté si quería ver el partido que se jugaba al día siguiente Y cuando volví a mirar a sus ojos percibí que se movieron verticalmente, hacia arriba y abajo.
Llamé a su madre, y en su presencia le dije que iba a traerles una medicación, que él debía solicitar que se la aplique en el momento en que sienta que su disnea se le hacía intolerable; que con ella obtendría un rápido alivio, y podría descansar…
Volví, para dejarles unas ampollas de Cl H de morfina, y explicar a su madre como la debía dosificar y aplicar.

CONSENTIMIENTO INFORMADO

“Es el instrumento para hacer valer el principio de autonomía a la hora de tomar decisiones, y que tiene tres notas que deben cumplirse para que se considere válido:
a) quien lo dé, debe ser capaz (…)
b) debe tener información de lo que se propone, igual de las alternativas existentes y de las consecuencias de la abstención terapéutica; y
c) debe tener libertad interior, (no ser una decisión tomada impulsivamente) y exterior: (no sentirse coaccionado para ninguna de las elecciones posibles)”
(2)

Como se describió anteriormente, G fue informado exhaustivamente de su diagnóstico y pronóstico, y libremente decidió y solicitó que llegado el momento en que no estuviese en condiciones de alimentarse de manera natural y de respirar por sus propios medios, rechazaba explícitamente ser asistido para ello con una sonda naso gástrica (u otros recursos tales como una gastrostomía), ni recibir asistencia
respiratoria mecánica. Si bien no quedó constancia escrita de tal determinación, (como ya se dijo, existía una cierta reticencia en aquellos tiempos para ese procedimiento), la misma fue reiteradamente manifestada, por el paciente y su familia (en particular su madre), al menos en etapas en que aún G mantenía capacidad de expresarse verbalmente.

DIRECTIVAS ANTICIPADAS

Se denominan directivas médicas anticipadas, a “una variedad de documentos mediante los cuales una persona civilmente capaz y bioéticamente competente , sana o enferma y en uso de su autonomía, consigna determinadas pautas o indicaciones referentes a cómo deberá precederse a su respecto en materia de la atención médica que se le prestará ante un futuro estado patológico, en caso de incompetencia sobreviniente” (…) “para el caso que no estuvieren en aquel momento (futuro, hipotético) en condiciones de manifestarse o de que su manifestación sea tomada en cuenta” (…) puede decirse que las directivas anticipadas han de considerarse sustitutivas de la expresión de voluntad oral del paciente y que, frente a ellas, no cabe duda de que la solicitud que contenga es voluntaria y ha sido bien meditada. Es claro que un recaudo indispensable para la debida consideración de las directivas anticipadas es la existencia del diálogo, de la veracidad y de la confianza propias de una buena relación médico/equipo de salud/paciente” (3).

SUBROGACIÓN

“Habrá declaración expresa - o positiva- de voluntad, cuando esta se manifieste en forma verbal, escrita o por signos inequívocos con referencia a determinados objetos” (art. 917, Código Civil) en cambio la declaración de la voluntad será tácita cuando surja de hechos o actos “por los cuales se puede conocer con certidumbre la existencia de la voluntad, en los casos en que no se exija una expresión positiva, o cuando no haya una protesta o declaración expresa contraria” (art. 918, Código Civil)

“…siendo el paciente incapaz de darlo (consentimiento) (…)al momento en que debe tomarse la decisión, podrá ser que existan directivas anticipadas; en su defecto podrá recurrirse al consentimiento de los familiares; en caso de dudas sobre la benevolencia de la familia -que deberán ser firmemente fundadas- debería intervenir el Asesor Oficial de Incapaces; y si no se puede encontrar a nadie, se recurrirá a decidir por “los mejores intereses del paciente” (2). (“Pauta de razonabilidad” o “pauta de intereses razonables”). Una modalidad actualmente aceptada, es el “testamento de vida, testamento vital o biológico, documento que generalmente contiene la solicitud de una persona para que, en caso de padecer una enfermedad incurable en fase terminal y pérdida de la capacidad para decidir, no se prolongue artificialmente su vida sometiéndolo a medios de soporte vital que así rechaza cuando no exista esperanza razonable de recuperación”. Otra modalidad consiste en “la designación de un representante legal o apoderado en cuestiones de salud, quien será el interlocutor válido y necesario del equipo médico para adoptar decisiones terapéuticas por el paciente que se ha tornado incompetente, para lo cual se lo autoriza” (3). Estos documentos, encuentran sustento y legitimación en diversos convenios internacionales, como el Pacto de San José de Costa Rica, habiéndose también así señalado por el Comité de Bioética de la Sociedad Argentina de Terapia Intensiva en sus “Pautas y recomendaciones para la abstención y/o retiro de los métodos de soporte vital en el paciente crítico Si bien en el caso que tratamos, no hubo designación mediante documento o explicitación verbal que constituya a su madre en su representante, subrogante de su autonomía, durante todo el tiempo que duró este vínculo, no hubo ninguna evidencia de algún desacuerdo por parte de G hacia sus solicitudes, más bien parecía siempre expresar, dentro
de sus limitaciones, asentimiento hacia ellas. Tampoco se sugirió desacuerdo por parte del resto de su familia, y por último, siempre sus solicitudes mostraron coherencia y consistencia con las directivas de G, mientras estuvo en condiciones de explicitarlas.
De hecho, a través de este proceso, la madre de G pareció convertirse, cada vez más, en su voz. en la medida en que G perdía posibilidad de expresarse verbalmente, y sólo conseguía dar respuestas afirmativas o negativas, con los movimientos de sus ojos. Entonces, ella transmitía lo que intuía que eran sus solicitudes y deseos, y gestionaba su satisfacción, y G expresaba o parecía hacerlo) su consenso.
Si hasta entonces yo sentía que con suficiente certidumbre estaba respondiendo a sus pedidos, y respondiendo de este modo al compromiso asumido de respetarlos, ello se me volvió más incierto en la medida en que la imposibilidad de G para comunicarse era mayor, y a su vez, las determinaciones a tomar eran mucho más graves y trascendentes, y no resultaba muy claro a) cuan puntualmente coherentes eran con sus directivas anticipadas; b) en cuanto a lo expresado por su madre, que ella intuía que G solicitaba y/o deseaba: cuanto de ello podría ser auténticamente originado en G; y cuanto en su propia angustia , que podría estar sesgando la lectura que ella hacía en G; y c) hasta donde mi propia angustia por la situación no sesgaba también el entendimiento que yo hacía de ellas. De hecho, yo era muy consciente de que en varias ocasiones, se me había hecho difícil ingresar al domicilio de G, y enfrentarme a la situación…
Estas dudas hicieron crisis cuando la madre de G me solicitaba que cese con la indicación de kinesioterapia respiratoria, cuando la respiración de G era crítica, y más aún, cuando en su nombre, y a partir de lo que ella intuía, con o sin sesgo, que G solicitaba, era solo aliviar su síntoma más perverso: la sensación de “asfixia”, lo que implicaba administrar sedación, y conllevaba inevitablemente en tal situación a anticipar (casi “producir”) su muerte.
Ello me implicaba cada vez más en la necesidad de “ponerme en su lugar”, para desde ese lugar formular sus hipotéticas preguntas, de modo que el pudiese responder sólo
asintiendo o negando, nada más que con el movimiento de sus ojos…

PONERSE EN EL LUGAR DE OTRO

En un sentido estricto, creo que cuando decimos “ponerse en el lugar del otro”, lo hacemos en un sentido más bien metafórico. Queremos más bien expresar una actitud de apertura afectiva y cognitiva, sensibilización y solidaridad con otra persona y sus circunstancias, para entender e intentar vivenciar emocionalmente mejor lo que a ella le está ocurriendo, y dar desde nosotros la respuesta más adecuada posible.
Actitud que considero valorable desde el interés, y desde el compromiso que asumimos para ayudar, pero incompleta, limitada. No podemos involucrarnos en el otro, más que desde nosotros mismos, desde nuestra subjetividad, y si así no fuese, no tendríamos desde donde…
Se describe empatía como capacidad cognitiva de percibir (en un contexto común) lo que otro ser puede sentir. También es descrita como un sentimiento de participación afectiva de una persona cuando se afecta a otra. o la capacidad de poder experimentar la realidad subjetiva de otro individuo sin perder de perspectiva el propio marco de la realidad, con la finalidad de poder guiar al otro a que pueda experimentar sus sentimientos de una forma completa e inmediata.
Compasión en cambio, es un sentimiento humano que se manifiesta a partir y comprendiendo el sufrimiento de otro ser.
Más intensa que la empatía, la compasión es la percepción y comprensión del sufrimiento del otro, y el deseo de aliviar o reducir tal sufrimiento; es decir, implica una acción solidaria.
“En la compasión, no se trata de ninguna de las maneras, de ponerse en el lugar del otro sino de algo completamente distinto, de situarse junto a él. Por eso, la respuesta compasiva no es una respuesta empática. La compasión consiste en responder al dolor del otro acompañándole. Lo de menos es si nos ponemos en su lugar; es más, sólo se podría hablar propiamente de compasión si no hay empatía, si considero que el dolor del otro es su dolor y no el mío, si nunca, en ningún caso, podría ser el mío, porque la situación del otro no será jamás la mía, porque la distancia entre el otro y yo mismo es insalvable“ (4).
¿Cuál sería entonces la motivación subjetiva, el motor emocional que me induzca a acompañar al otro siéndome tan ajenos los motivos de su sufrimiento? ¿Sólo un mandato, un imperativo moral? ¿sería posible desde ese lugar, formular preguntas “en su nombre “? ¿No sería esto meramente consolar?
“Los filósofos ingleses que adoptan la doctrina del sentido moral (como Hutcheson o Adam Smith) consideran que la actuación moral se basa en un razonamiento por analogía acerca de lo que sienten los demás, con base en la experiencia de lo que sentimos nosotros mismos. De allí que haya en este proceso una imitación inconsciente de los otros” (…)
En efecto, la teoría del sentido moral tiene la limitación de que conforme con ella solo puede comprenderse bien lo que se experimenta y, por tanto, el sujeto moral queda considerablemente reducido en su capacidad de comprender la significación moral de actos o situaciones que no ha experimentado por sí mismo. En otros términos, Scheler ha señalado que en el simple contagio afectivo (que no supera la intuición sensible) no se experimenta lo ajeno como ajeno, sino como propio, y la relación con la vivencia ajena se reduce a su procedencia causal” (5).
Volviendo al caso de G: sería imposible intentar generar las preguntas que supuestamente surgirían de él, (desde su condición, en la que sus únicas respuestas viables eran las de si o no con sus ojos) sin vivir ese contagio afectivo, donde no se experimenta lo ajeno como ajeno, sino como propio.

DILEMAS ETICOS SOBRE EL FINAL DE LA VIDA

Es en relación a la asistencia al final de la vida, donde se plantean las cuestiones éticas más complejas y dilemáticas, en las que se encuentra involucrado no solo el paciente, en ejercicio de su autonomía, sino el médico o trabajador de la
salud, el entorno familiar o afectivo del mismo, y el contexto social y jurídico en que se desarrolla. De hecho, entran en juego reflexiones filosóficas, morales, religiosas y/o ideológicas, psicológicas y emocionales, se trata de una de las cuestiones de más antiguo debatidas en la historia de la medicina.
Trataré de revisar, de manera muy sucinta, los diferentes tópicos que se han propuesto, y analizarlos en relación al caso que nos ocupa: calidad de vida, muerte digna, cuidados paliativos, eutanasia, suicidio asistido, sedación terminal.

“La atención de pacientes terminales nos enfrenta con las realidades del sufrimiento y la muerte, frente a las que pueden surgir la sensación de impotencia y la tentación de evadirla. Ello pone a prueba la verdad de nuestro respeto por la dignidad de toda persona, aun en condiciones de extrema debilidad y dependencia. El ethos de la medicina paliativa nos recuerda que incluso cuando no se puede curar, siempre es posible acompañar y, a veces, también consolar”.

“En el debate bioético contemporáneo sobre el final de la vida humana, suele afirmarse que nadie tiene derecho a imponer la obligación de seguir viviendo a una persona, que en razón de un sufrimiento extremo, ya no lo desea. Con base en una peculiar concepción del respeto a la libertad individual del paciente, se propone entender el derecho a una muerte digna como el derecho a disponer de la propia vida (…) De acuerdo con esta línea de pensamiento, en situaciones verdaderamente extremas, la eutanasia y la asistencia al suicidio representarían actos de compasión” (6).
“Con la expresión morir con dignidad se alude a la exigencia ética que atiende a la forma de morir -acorde con la dignidad humana- y al derecho con el que cuenta todo ser humano para elegir o exigir, para sí o para otra persona a su cargo, una muerte a su tiempo, es decir sin abreviaciones tajantes (eutanasia), ni prolongaciones irrazonables (distancia) o cruelmente obstinadas (encarnizamiento o ensañamiento
médico). El proceso de morir a su tiempo concreta esa muerte correcta que resulta de la propia patología que el sujeto padece y de su grado de evolución con la atención que merece y, en su caso, con la abstención o supresión de todo acto médico fútil y como tal carente de sentido y de justificación médica, ética y jurídica”
(7).
“…eutanasia significa la provocación de la muerte, efectuada por un trabajador de la salud (frecuentemente un médico), de un paciente portador de una enfermedad que le acarreará la muerte próxima (pudiendo contarse en horas o días en los casos agónicos o moribundos y en semanas o meses en los que estilan ser denominados como “terminales”) a su requerimiento (su voluntad explícita en tal sentido) y en su propio beneficio (evitar un deterioro de la calidad de vida o un padecimiento que ese paciente no desea soportar), por medio de un procedimiento absolutamente seguro en cuanto a que su aplicación producirá el resultado esperado en un tiempo mínimo y sin provocar sufrimiento: la administración de un veneno o una droga en dosis tóxica mortal (de ordinario, una inyección letal). Con ello, quedan excluidos del concepto de eutanasia tanto la negativa informada de un paciente a una práctica médica aconsejada que podría preservar su vida, como la abstención y el retiro de medios de soporte vital -temperamentos mal llamados “eutanasia pasiva” voluntaria e indirecta (…)” (8).

“En cambio, en la ayuda o asistencia al suicidio (…) es el propio interesado, sano o enfermo -en este último caso, sea que lo aqueje o no una enfermedad en estadio terminalquien recurre a medios letales para suprimir su vida (v.gr un arma blanca, un “cóctel lítico”), los cuales son proporcionados por otra persona, siendo punible esta última por haber cooperado con actos necesarios para la consumación de esa muerte (…) En tanto que en el suicidio asistido por un médico (o suicidio médicamente asistido), es éste último quien pone al alcance del paciente el mecanismo o la droga necesaria para provocar la muerte que es finalmente instrumentada por el mismo paciente” (8).

El factor común en todas estas acciones, es la intencionalidad, (por acción u omisión) la cual es la “anticipación de la muerte” con el objeto de evitar situaciones de sufrimiento insoportable ante la contingencia de enfermedad irreversible en condición terminal, a solicitud del paciente y en su propio beneficio. Acciones potencialmente punibles, dependiendo ello de contextos jurídicos del lugar en donde se practiquen.
En Argentina, la Corte Suprema convalidó, en 1975, (en relación al caso M.A.D., que llego a esta instancia superior en sucesivas apelaciones en este proceso judicial) el Derecho a la Muerte Digna, sancionada el 08/05/2012, cuya esencia “tiende básicamente a respetar la voluntad del paciente. Dicha autonomía, que reconoce el derecho de las personas a aceptar o rechazar determinadas terapias o procedimientos
médicos o biológicos, con o sin expresión de causa, así como a revocar posteriormente su manifestación de voluntad (…) es del paciente que presente una enfermedad irreversible, incurable o se encuentre en estadio terminal.
También contempla a aquel paciente que haya sufrido lesiones que lo coloquen en igual situación. Informado en forma fehaciente, tiene derecho a manifestar su voluntad en cuanto al rechazo de procedimientos quirúrgicos, de reanimación artificial o no inicio de medidas de soporte vital cuando sean desproporcionados en relación a la perspectiva de mejoría o produzcan un sufrimiento desmesurado.
Igualmente podrá rechazar la hidratación o alimentación cuando éstos produzcan como único efecto la prolongación en el tiempo de ese estado terminal irreversible o incurable.
En todos los casos la negativa o el rechazo de los procedimientos mencionados no significará la interrupción de aquellas medidas y acciones para el adecuado control y alivio del sufrimiento del paciente (9).

“Este derecho (morir con dignidad) hace referencia a la ética del final de la vida, y a la calidad de vida del mal llamado “paciente terminal” (para quien, antes de su muerte, siempre hay un “aquí y ahora”, es decir una situación de vida, no de “sobrevida”) a la calidad de la parte final de la vida (psicosomática y social), a vivir el tránsito hacia la muerte, en la medida de lo posible, sin dolor y acompañado de afectos, con capacidad de recibirlo y brindarlo y con algún grado de lucidez. Pero como no en todos los casos la sedoanalgesia paliativa consigue aliviar el dolor en un grado aceptable (esto vale también para la disnea) (…)…no advertimos de óbice ético o jurídico alguno para el empleo extremo de la narcosis (que nada tiene que ver con la “eutanasia”, aunque ello importe un previsible acortamiento de la vida que declina y aunque sume al moribundo en un estado de total inconciencia, dado que su propio fin intrínseco (evitar padecimientos extremos y aliviar una agonía insufrible) es premisa necesaria y suficiente para su incuestionable licitud. En todos estos casos -si es que vale aclararlo- no se tipificarán hipotéticos “delitos” (homicidio, abandono de persona, ayuda al suicidio), que no los hay ni puede haberlos. Simplemente porque las leyes penales reprimen el daño injusto, que aquí por definición no lo hay, no existe, ni puede haberlo” (10).

“La sedoanalgesia (o sedación paliativa) como su denominación lo expresa, es un recurso habitual en medicina paliativa, con el fin de aliviar síntomas como dolor , disnea, confusión agitada (delirio), agitación terminal, en especial para los pacientes al final de sus vidas, que están soportando un sufrimiento de otro modo intratable.
Comprende el empleo de tratamientos estandarizados, mediante administración de sedantes y cuando es necesario de otros fármacos, por vía subcutánea o intravenosa, a la tasa necesaria para lograr el alivio del paciente, por medio de la reducción de su conciencia”.

Dependiendo de la condición del paciente, y de la gravedad e intensidad de los síntomas que se tratan, para lograr una adecuada contención de estos, puede ser necesario deprimir la conciencia a un punto tal que conlleve inevitablemente a una disminución de la respiración, y a la anticipación de la muerte. Este es el punto en el que esta práctica, puede confundirse con eutanasia.
Sin embargo, a pesar de que la línea divisoria entre ambas prácticas, puede en ocasiones ser sutil, existen entre ellas diferencias conceptuales que le dan claramente distinta entidad.

“La diferencia más importante es la intención detrás de cada una de las acciones: la intención de la sedación paliativa es el alivio de un sufrimiento insoportable, y si el paciente muere, este hecho se ve como un efecto secundario. A esto se le denomina principio del doble efecto. Mientras que en la sedación paliativa la intención es el alivio del sufrimiento para liberar al paciente del mismo, la eutanasia “destruye el
problema” en lugar de resolverlo, es decir en ella el resultado perseguido es la muerte del paciente para liberarlo del sufrimiento”
(11).

“Para justificar éticamente este principio (doble efecto), deben cumplirse cuatro condiciones: a) La intención subyacente a la acción debe ser moralmente buena (aceptar lo contrario sería renegar del principio de beneficencia y/o del de no maleficencia).
No es que se busque el segundo efecto; solamente se lo permite.
b) La acción en si misma debe ser buena, o al menos neutra (no mala). Por lo mismo que lo anterior, y además ninguna teoría moral de la acción asistencial puede aceptar acciones de las llamadas intrínsecamente malas.
c) En la cadena causal, el efecto debe preceder al indeseable (o sea, el efecto bueno no debe derivarse del efecto indeseable. Aceptarlo implicaría justificar un bien derivado de un mal, es decir “el fin justifica los medios”)
d) El efecto buscado debe ser lo suficientemente importante como para que se tolere el probable efecto indeseable. O sea, es necesario que no haya otra opción mejor” (11).

Volviendo a las conductas adoptadas con respecto a G; sus supuestos pedidos, a través de su madre, y de los intentos de verificar la autenticidad de esos pedidos, en ese modo peculiar de comunicación que establecimos, fueron:
a) En concordancia con sus directivas anticipadas, no adoptar medidas de soporte vital, tales como instrumentación para alimentarse o asistencia respiratoria
mecánica.
b) También en línea con estas directivas, y en relación a eventos que surgieron y no estaban puntualmente explicitados en su consentimiento informado, se
evitó continuar con kinesioterapia respiratoria y maniobras instrumentales de aspiración de sus secreciones, que a través de este referido modo de
comunicación, parecía rechazarlos.
c) En función de la solicitud de su madre (o seguramente a través de ella), el pedido de “solo algo para aliviar “su síntoma más perverso, que a esta altura, era su sensación de asfixia.
En cuanto a los dos primeros pedidos, fueron considerados coherentes con sus directivas anticipadas, de las que no surgió evidencia de rescisión, y entendidas como coherentes con el respeto de su autonomía, principio rector de toda nuestra intervención con G.
El otro compromiso tácitamente asumido, y al que me sentí totalmente obligado, fue el de veracidad. G estaba lúcido;
yo tenía la obligación de advertirle, que la única medida eficiente posible para el alivio de su sensación de asfixia, era su sedación con opioides, lo que nos conducía inevitablemente a la depresión respiratoria, cuando ya el compromiso mecánico de su respiración, era mayúsculo. Es decir, con casi certeza, adelantaría su muerte. Al punto que debía explicarle, que al mismo tiempo que obtuviese alivio, seguramente ello acaecería.
Y aquí es donde la categorización de la conducta es algo más compleja, y la línea de separación con eutanasia, se vuelve menos nítida.
Sin embargo, lo que divide las aguas, es, a mi entender, la intencionalidad: la intención explícita, fue la de ofrecer alivio, alivio de padecimientos extremos, de una agonía insufrible. El segundo efecto, fue también benévolo: ofrecer la posibilidad de una muerte digna, a una persona y a una familia que fueron ejemplo mayúsculo de templanza, de entereza, y de dignidad.
Llamé a su madre al día siguiente Me dijo que G falleció unas horas después del partido, de manera apacible…, y que no le había solicitado la medicación.
Tres días después, la mamá de G fue a la farmacia del hospital, a devolver tres ampollas de ClH de morfina, que no se habían utilizado.
Con seguridad, existieron muchas falencias en este acompañamiento, quedaron dudas, ya imposibles de zanjar.
Quedaron preguntas, sin respuesta. Pero creo que, a pesar de las dificultades, se honró el compromiso asumido con G y su familia.
Y también pienso que esas preguntas, a las que después de casi treinta años, aún intento buscar respuesta, fueron uno de sus grandes legados.

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