Adolescencia y libertad

Moira Alquézar

Rev HPC ; :


"Nacemos, por decirlo así, en dos veces: una para existir, y la otra, para vivir"
Rousseau

«...y le recordaba los múltiples lazos que unen a los hijos con los padres...»
Shakespeare El Rey Lear

Agregaría ...«y a los padres con sus hijos»
Luis Kancyper

La adolescencia ha sido clásicamente descripta como un período de crisis, transición entre niñez y adultez, época de intensos duelos y sufrimientos. A la vez, se ha considerado momento de búsquedas esperanzadas y rupturas fecundas con las generaciones anteriores, propiciatorio para la construcción de nuevas alternativas personales y sociales.
De esta manera, la clínica nos sitúa cotidianamente frente a esta encrucijada (adolescencia y libertad). Dos conceptos que se entrelazan para tejer la trama subjetiva del ser humano. Conceptos que se nos muestran paradójicos y controversiales.
En cuanto al primero, entrar al mundo de los adultos -deseado y temido- significa para el adolescente la pérdida definitiva de su condición de niño.
Es un momento crucial en la vida del hombre y constituye la etapa decisiva de un proceso de desprendimiento que comenzó con el nacimiento.
Sin ruptura no hay adolescencia. ¿De qué ruptura se trata, entonces?. De un orden tal, en donde las relaciones de parentezco, entre padres e hijos que formaba una unidad coherente, pierde sentido y parece ser cuestionada.
Algo esencial a este período, es la necesidad de desasimiento parental.
Freud menciona «...desasirse de la familia deviene para cada joven una tarea...».
Así, a lo largo de este proceso vital, el adolescente y su familia oscilarán en torno a distintas oposiciones. Si intentamos explicar las razones de esta fluctuación, encontramos que el adolescente, así como sus padres, se ven enfrentados a un conjunto de pérdidas.
Arminda Aberastury se refiere a ellas como los «duelos de la adolescencia normal». El duelo por el cuerpo de niño, por la identidad infantil y por la relación con los padres de la infancia (1).
Al comienzo, se moverá entre el impulso al desprendimiento y la defensa que se impone, al temor a la pérdida de lo conocido.
Estos cambios, en los que pierde su identidad de niño, implican la búsqueda de una nueva identidad que se va construyendo en un plano consciente e inconsciente. Son necesarios permanentes ensayos y pruebas de pérdida y recuperación de ambas edades: la infantil y la adulta.
Nos permite ver que este período fluctúa entre una dependencia y una independencia extremas y «sólo la madurez le permitirá más tarde aceptar ser independiente dentro de un marco de necesaria dependencia» (1).
Winnicott afirma que «la inmadurez es un elemento esencial de la salud en la adolescencia. Hay una sola cura para ella, y es el paso del tiempo y la maduración que éste puede traer,... es un proceso que no puede ser acelerado ni retardado, aunque si interferido y destruido, y también debilitado...» (4).
«Sólo cuando el adolescente es capaz de aceptar simultáneamente sus aspectos de niño y de adulto, puede empezar a aceptar en forma fluctuante los cambios de su cuerpo y comienza a surgir su nueva identidad», sostiene Aberastury (1).
El adolescente provoca una verdadera revolución en su medio familiar y esto crea un problema generacional. Los padres también tienen dificultades para ajustarse y aceptar el crecimiento de sus hijos. Ellos viven los duelos por los hijos, necesitan hacer el duelo por el cuerpo del hijo pequeño, por su identidad de niño y por su relación de dependencia infantil, también. Ahora son juzgados por sus hijos. Tienen que desprenderse del hijo niño y evolucionar hacia una relación con el hijo adulto, lo que impone muchas renuncias de su parte.
Al perderse para siempre, el cuerpo de su hijo niño se ven enfrentados con la aceptación de su propio devenir, con la proximidad del envejecimiento y con el corolario de la vida, esto es, con la muerte. Es decir, se pone en jaque la propia finitud, la mortalidad.
Han de abandonar la imagen idealizada de sí mismos, que su propio hijo ha creado y recreado, y en la que ellos se han instalado. Ahora, tendrán que aceptar una relación llena de ambivalencias y de críticas. Es en este balance, en este momento del desarrollo donde el modo como se otorgue la libertad es definitivo para el logro de la independencia y la madurez del hijo.
El sufrimiento, la contradicción, la confusión, son de esta manera inevitables, pueden ser transitorios, pueden ser elaborables...
El adolescente debe abandonar la solución del «como si» otorgada por el juego, para enfrentar el sí y el no, de la realidad que se le presenta. Exige y necesita vigilancia y dependencia, pero sin transición surge en él un rechazo al contacto con los padres y la necesidad de independencia y de huir de ellos.
Asevera Aberastury que, a más presión parental, a más incomprensión frente al cambio, el adolescente reacciona con más violencia por desesperación. Es a esta altura de la crisis cuando los padres recurren a otros medios de coacción de la libertad. «...las exigencias básicas de libertad que plantea el adolescente a sus padres son: libertad en salidas y horarios, libertad de defender una ideología y libertad de vivir un amor y un trabajo...» (1).
La idea de la escucha, no juzgar, no señalar, cobra relevancia, según la Lic. Stilman de Gurman, «... y sobretodo, sostener un lugar posible para que el enfrentamiento generacional se despliegue» (3).
Por otro lado, es incuestionable que cada cual «parirá» su adolescencia de acuerdo a las condiciones subjetivas determinadas por su propia historia y por su historia familiar, así como que dicha historia está imbricada en un peculiar momento y contexto que la atraviesa.
Al decir de C. Rojas, se podría «enfatizar la existencia de distintos órdenes de determinación, presentes en la conflictiva adolescente. Por una parte, aquella compleja red de determinaciones provenientes de las experiencias infantiles de cada sujeto; red que incluye la historia singular, articulada en la estructura de parentezco. Esto dará cuenta del bagaje identificatorio y fantasmático con que cada adolescente llega a esta etapa de la vida, y la procesa de un modo singular» (3).
Y como contrapartida de esta cuestión, el pasaje a la exogamia representa, para los padres, la reactualización de su propia conflictiva adolescente, la que según cómo haya sido tramitada, determinará una menor o mayor plasticidad para acompañar las transformaciones de su hijo y su familia.
Retomando la idea de desasimiento, ésta afecta a padres y a hijos por igual, como ya quedó explicitado, por lo tanto, la ruptura los implica. Poder determinar cómo cada uno de ellos está implicado puede ser una intervención oportuna cuando la angustia, los reproches, el rencor o el odio pueden estar amenazando el equilibrio «homeostático» de una familia que padece la adolescencia, en donde el otro no es considerado diferente ni separado.
En estos vínculos, la alteridad queda total o parcialmente desmentida con el objeto de garantizar la omnipotencia y la inmortalidad parental y la cohesión familiar, manteniendo el statu quo, según refiere Luis Kancyper (2).
«Dejar partir no es igual a arrojar a alquien al vacío o al sin sentido. Querer cuidarlo, querer ayudarlo no es igual a retenerlo» (3).
La consigna es ayudar a sostener en los padres su lugar como tales -restituirles sus funciones parentales- esto es, que en un sentido acepten ser cuestionados, atacados, sin que sobrevenga en ellos el sentimiento de ser destruidos; y en el mismo movimiento, que ofrezcan la posibilidad para el adolescente de atacar, cuestionar, desidealizar con la menor culpa posible.
La transgresión a lo instituído -la rebeldía- es casi el modo privilegiado de acceso a la diferencia y a la separación.
Lo que del lado de los padres se requiere, tiene que ver, no tanto con comprender (porque favorecería la neutralización de esta diferencias) como con el respeto por la diferencia y con la preservación de sus funciones parentales.
«La confrontación propiamente dicha y no su provocación ni su desmentida, está íntimamente ligada a la conflictiva de la libertad» (2).
El ejercicio de la libertad y el ejercicio de la confrontación que posibilita una vida creativa requiere un constante proceso de liberación del inconsciente y de obstáculos del medio ambiental.
«No existen confrontación ni creación sin riesgos, sin derecho a la divergencia, a la posibilidad de estar juntos y pensar diferente, a la posibilidad del crecimiento personal a costa de nadie...La confrontación generacional salvaguarda una estructura de alteridad y de reciprocidad, posibilita el desarrollo y el devenir de la vida subjetiva y preserva al adolescente...» (2).
Concluyo, tomando las palabras de Donald Winnicott (4):
«Lo importante es que el desafío de los adolescentes encuentre oposición. ¿De quién? De un adulto dispuesto...lo cual no resultará necesariamente agradable...»

BIBLIOGRAFÍA
1.
Aberastury A, Knobel M. La adolescencia normal. Ed. Educador 1988. pág. 15-29
2. Kancyper L: La adolescencia como campo dinámico. Actualidad Psicológica XXII, 240 XXII. Marzo 1997:15-8
3. Stilman de Gurman E. El viaje con retorno. Diario Página 12. Marzo 1996
4. Winnicott D. Inmadurez adolescente. En: El hogar, nuestro punto de partida. Ed. Paidós. Buenos Aires 1996