Fernanda Orellana
Rev HPC ; :
Como sucede a menudo con las palabras más simples y cotidianas, todos sabemos qué significa el término «vida», cómo se aplica, a qué elementos de la realidad se refiere y a cuáles excluye. Podemos discurrir extensamente sobre el valor de la vida, su sentido, su cuidado, preservación y hasta de su fin. Sin embargo, si alguien nos preguntara seriamente una definición de dicha palabra, no podríamos dársela, porque, ¿sobre qué conceptos lo haríamos?.
Si recurrimos a la biología, encontramos que no nos descubre más que lo que hay de material en la vida, lo que se expresa como extensión, formas, funciones, caracteres visibles (la «concreción» en la que se manifiesta), pero sin referirse a la vida misma. Por ejemplo, podríamos afirmar que la reproducción es una característica propia de lo orgánico (es evidente que los seres parecen engendrarse entre sí), pero con esto no explicaríamos la vida: la presupondríamos en ellos y anotaríamos que se suceden unos a otros. Estaríamos explicando la vida por lo que pasa en los que «ya» poseen vida. ¿No sería un círculo vicioso? ¿No parece estar la vida por encima de los componentes «materiales» en los que se expresa, en lugar de ser, como se considera generalmente, un emergente de ellos?. Dicho de otro modo, parece más acertado explicar la existencia de los seres vivos por la vida, y no a la inversa.
Sin embargo, la vida es indefinible (no es materia). Como dice García Morente, «a la vida misma no llega el escalpelo ni el microscopio». Por ello, la ciencia puede estudiar las concreciones de la vida, pero no explicar la vida misma. Para intentar hacer esto no nos queda otro remedio que hacer filosofía (y de un tipo muy especial).
Uno de los grandes exponentes de la corriente denominada «Filosofía de la Vida» (entre los que se encuentran Dilthey, Simmel, Nietzsche y Ortega y Gasset entre otros) es el genial Henry Bergson (1859-1941).
En su Introducción a la Metafísica, éste afirma que el órgano del conocimiento científico es, sin dudas, la inteligencia. Esta tiene la capacidad de la medida, opera sobre la realidad por medio de esquemas y hace de la realidad, que es perpetuamente móvil, algo concreto: un conjunto de elementos inmóviles, espaciales y separados. Sus métodos son la lógica, el análisis conceptual y la experiencia sensible. Pero pese a la extensión y utilidad de su uso, hay innumerables zonas de la realidad a las que el intelecto no llega, porque no todo puede ser contable, medible y reductible a fórmulas. No se puede captar la realidad, que es esencialmente móvil, a través de la ciencia, que conceptualiza, es decir, rigidiza, la realidad misma. En toda conceptualización hay un falseamiento de la verdadera realidad. Para clarificar esto, pensemos en el ejemplo que da Bergson sobre el movimiento del brazo:
"Cuando levantáis el brazo, realizáis un movimiento del que tenéis interiormente la percepción simple; pero exteriormente, para mí que lo contemplo, vuestro brazo pasa por un punto, luego por otro, y entre éste y aquél habrá todavía tantos puntos que, si comienzo a contar, la operación continuará indefinidamente".
Lo que la inteligencia puede conocer son una serie de posiciones en el espacio. Si profundizamos en el tema, el movimiento del brazo (que para nosotros es algo muy simple si tenemos brazos que mover), es para la inteligencia un misterio, porque para recorrer el espacio recorrido habrá tenido que pasar por una infinidad de posiciones (de esto surgen las famosas aporías de Zenón*). Esta infinidad no es otra cosa que la incapacidad de la inteligencia para aprender un acto simple en su simplicidad, en su interioridad. Y, como decíamos, la inteligencia sólo sabe de exterioridad. ¿Cómo entendemos desde la inteligencia el movimiento?. Convertido en una serie indefinida de posiciones quietas, lo que permite el cálculo y la previsión. Abstraemos del movimiento todo lo que en él hay de movilidad pura, y retenemos sólo lo que no es movimiento: las posiciones y el tiempo transcurrido. Sabemos que la suma de posiciones (inmovilidades), aún cuando sean infinitas, no puede dar como resultado el movimiento. Lo móvil no está en ninguno de esos puntos, ni en la suma de ellos. Sólo puede decirse que «pasa» por ellos (por puntos puestos por nosotros, que no están en el movimiento mismo). Podemos afirmar que el movimiento se compone de puntos, pero que comprende, además, «el pasaje oscuro, misterioso, esotérico, de una posición a la siguiente». Y si bien esto nos sirve para manejarnos en la vida, lo que sea realmente el movimiento, se nos escapa.
Con esto llegamos a lo que Bergson plantea con respecto a la inteligencia: ella no es todo el espíritu, sino una de sus funciones especiales. Su misión consiste en conocer lo exterior, lo material, lo inerte (se relaciona con la materia). Tiene un origen vital y su función es, ante todo, la de fabricar instrumentos; un saber cómo hacer, un conocer para utilizar, para facilitar la vida. El intelecto no conoce lo continuo, sino que lo calcula con un error mínimo (cálculo infinitesimal) haciendo uso de símbolos discontínuos. Calcula el movimiento, sí, pero no lo penetra. «El conocimiento científico renuncia a ver (intuir) para prever (enlazar) y sustituye a la realidad concreta por una serie de símbolos (conceptos) que nos permiten manejarla en nuestro provecho».
Pero, ¿se puede conocer sin intelecto? ¿Existe algún «órgano» de conocimiento no intelectual? Bergson va a decir que sí: la intuición. Este vocablo designa por lo general la visión directa e inmediata de una realidad o la comprensión directa e inmediata de una verdad. La condición para que se produzca es que no haya elementos intermediarios que se interpongan en tal «visión directa».¿Por qué va a elegirla Bergson?. Porque ella no se dirige a lo externo sino a lo interno. Va más allá de los datos «objetivos», de lo que se muestra, y es aquel modo de conocimiento que, en oposición al pensamiento, capta la realidad verdadera, la interioridad, la duración, la continuidad, lo que se mueve y se hace. La intuición bergsoniana** es una intuición de realidades, o inclusive, de «la realidad última».
Por ejemplo, si digo que conozco Mar del Plata, es porque en realidad he estado en ella por lo menos una vez. De nada me serviría argumentar que he visto un montón de fotos y mapas, que he leído y me han hablado sobre ella, que he tenido en mis manos caracoles, arena y sal de mar, y pretender conocerla. Sólo lograré hacerlo, y que otro lo haga, experimentando, aunque sea por un instante, una percepción directa, «viva». Llegamos con esto al gran problema de la intuición: es incomunicable (debo tener mi propia experiencia). Por lo tanto, muchos afirman que no tiene utilidad práctica, ya que no puede transmitirse y no puede preveerse nada mediante su uso (como sí sucede con el intelecto).
Pero creo que es muy aventurado afirmar que no tiene «ninguna» utilidad práctica. Por pensar un ejemplo, podría conjeturarse que la medicina, al relacionarse tan íntimamente con la vida (y la muerte), se aliaría directa o indirectamente con la intuición (única forma de captar la vida). ¿Podría esto ser así?
Al preguntar a numerosos médicos de este hospital si creían en la intuición médica, afirmaron que sí, y sin dudas. Debo aclarar que no fueron tan categóricos en cuando a la vinculación o no de la intuición con lo intelectual, pero admitieron que ésta no se desprende ni emerge de datos (aunque estos deban presuponerse como condición de ella) ni puede ser llevada a cabo por ninguna máquina (presente o futura). De los datos «puros» que da un paciente, no se saca de manera directa el diagnóstico. De hecho, la propuesta de un sistema computarizado de diagnóstico y tratamiento parece muy, pero muy lejana (yo diría, imposible). ¿Por qué?. Porque no podemos desarrollar en una máquina lo que nos caracteriza como no-máquinas: la intuición (de la misma manera, no se puede programar una máquina que «invente o descubra», ya que, como vimos en otra oportunidad, no hay lógica de la invención).
En este sentido, lo más valioso de la medicina es el contacto médico-paciente. El hombre, pese a lo que la ciencia pretende, no es una máquina ni puede ser atendido por una: sabemos que es importante lo que el paciente dice (además de cómo lo dice, en qué contexto, etc.), pero también lo que no dice y que el médico intuye a partir de su «viviencia» del otro, del contacto directo con él y de toda su experiencia pasada (sin que ésta se haga presente necesariamente en su conciencia). El diagnóstico se basa en ambos (aunque en muchas oportunidades el definitorio sea el segundo). ¿Cuántas veces, ante pocos datos proporcionados por el paciente, y la innumerable cantidad de diagnósticos posibles, muchos de ustedes han «dado en la tecla», y los posteriores estudios lo han confirmado?. ¿En qué se basaban: en los datos objetivos, en su experiencia, en la casualidad, en la adivinación...?. Bien pudiera ser que se tratara de intuición (obviamente, sin confundirla ni con el capricho ni con la obstinación arbitraria).
¿Es la intuición una experiencia extra-ordinaria, esotérica o poco frecuente?. Más bien parece todo lo contrario: intuimos cuando tenemos una «corazonada» que luego se confirma experimentalmente, cuando nos emocionamos ante una obra de arte, cuando dentro de lo confuso de un relato surge de repente una imagen clara que ordena las demás, cuando tenemos todo el material a nuestra disposición para elaborar un escrito y aparece de repente un impulso que es lo que nos lleva a realizarlo... Todos sabemos qué es el movimiento, qué es la vida, qué es nuestro yo...y lo sabemos porque nos lo dice nuestro «sentido común». Bergson dirá que lo sabemos porque lo hemos intuido (a lo vital le corresponde la intuición).
Si la intuición es una facultad que poseemos, y su aplicación no es tan arbitraria como parece, no veo por qué no deba insistirse en un uso apropiado de ella (en el ámbito que sea). No nos convertimos en irracionalistas por intentar ampliar nuestra razón y por confiar en algo que excede lo puramente dado.
De hecho, desde la filosofía todavía se combaten idealismo-realismo, racionalismo-empirismo, relativismo-absolutismo (y todos los «ismo»). Y es una lucha sin fin (se manejan con símbolos, intelectualmente). Con la intuición derribamos esos edificios sistemáticos y rígidos, y penetramos en lo profundo de la vida, que es fluir, movimiento, tensión, duración, conciencia...todas realidades imposibles de entender con la razón.
Fernanda Orellana
*Zenón de Elea (490-430 aJC) fue discípulo de Parménides y combatió a los adversarios de la doctrina de su maestro mediante una serie de argumentos por los cuales se reducían al absurdo los conceptos de multiplicidad del ser y de movimiento. Uno de ellos, el argumento de Aquiles y la tortuga (el más famoso), refiere que el más rápido de los hombres, Aquiles, no podrá alcanzar nunca al más lento de los animales, la tortuga, si se da a ésta en una carrera una ventaja inicial. Pues mientras Aquiles recorre el camino que la tortuga llevaba avanzado en esa ventaja, la tortuga habrá recorrido otra porción, aunque más pequeña, del espacio; cuando Aquiles haya llegado a recorrer esta última porción de camino, la tortuga habrá avanzado otra porción más pequeña, y así la tortuga irá llevando la ventaja hasta en espacios infinitamente pequeños, de tal forma que Aquiles no podrá alcanzarla nunca.
** La intuición en Bergson está relacionada con lo que llamamos instinto. En los animales, el instinto es indudablemente un modo de conocimiento del todo diferente a la inteligencia, y sabemos de su seguridad y eficacia. Allí no hay conceptos ni previsión: «todo es acción, un saber que no sabe que sabe, un saber que siente y dirige ciegamente la acción adonde tiene que ir». Bergson va a definir a la intuición como el punto en que se reúnen, por un instante, inteligencia e instinto.