Fernanda Orellana
Rev HPC ; :
Platón ha dicho, a través de la voz de Sócrates, que la filosofía es una preparación para la muerte. Y podemos admitir que, estemos concientes de esto o no, la vida entera es una preparación para ella, pues es el irrevocable destino que nos espera universalmente a todos, queramos aceptarlo o no. En el fondo, todo hombre sabe que es mortal y en algún momento vive esta certeza (en un accidente, en una enfermedad, en la vejez, en la muerte de un amigo o familiar...). Sin embargo, la muerte es aquello más allá de lo cual nada puede pensarse (el reino, sin razones, de la fe). Y siendo ese el «oscuro» tránsito por el cual, inevitablemente, todos pasaremos alguna vez (dentro de uno, diez, sesenta años, ¿qué más da?), parece ilógica la manera en que nos desentendemos del tema. Porque es algo que va a pasarnos indefectiblemente y debiera, por tanto, despertarnos algún tipo de curiosidad.
Desde el epicureísmo, se afirma que cuando la muerte llega, no hay nadie para recibirla:
«Así que, el más espantoso de los males, la muerte, nada es para nosotros, puesto que mientras nosotros somos, la muerte no está presente, y, cuando la muerte se presenta, entonces no existimos».
Del mismo modo, Wittgenstein:
«La muerte no se vive».
Esta idea es irrefutable, pues vivir la muerte es una contradicción lógica: la muerte es precisamente la negación o ausencia de vida. Sí, esto es lenguaje y razón: no podemos vivir la muerte, por lo tanto, la muerte no es parte de la vida. Pero esto es muy diferente a afirmar que no existe, ya que es de hecho una verdad científicamente objetiva, la única absoluta, el que los hombre sean mortales.
Podemos jugar con las palabras, como Woody Allen, y afirmar:
«No es que tenga miedo de morirme. Es tan sólo que no quiero estar allí cuando suceda».
Y reirnos, pues de la muerte es de las pocas «situaciones» de las que no podremos huir llegado el momento (podemos evitarla durante años, pero no «no estar allí» cuando llegue). Cuando tomamos conciencia de que la muerte «existe», de que es parte de la realidad, nos atemorizamos, porque ¿qué es la muerte? ¿Es una entidad subsistente por sí o sólo, como la oscuridad, ausencia de «algo» a lo que llamamos vida?¿Cómo conocer a qué se refiere este concepto?. ¿Puede uno hablar de la muerte si lo único a constatar es la ausencia de vida?. Si ya la vida, como vimos en Bergson, es reticente a una definición, ¿qué podemos decir de su negación?
Sólo la religión tiene a la muerte como su gran tema. Cambian los dioses, los profetas, los ritos, los preceptos....pero el fin es el mismo: re-ligar al espíritu encarnado (alma, aliento, soplo) con la inmortalidad (cielo, nirvana, reencarnación, espíritu universal). Muchos aceptan las respuestas dadas por las religiones y otros adhieren a la teoría de la disolución con variaciones en sentido materialista-naturalista («seré abono de las plantas o alimento de gusanos»), informático («somos una especie de computadora que un día no funciona más») o rememoracionistas («viviré en el recuerdo de los demás o en la posteridad de mis obras»).
Veamos un poco estas ideas.
Si mi permanencia continúa tras la muerte; si yo soy, en un sentido fuerte, mi cuerpo (tu cuerpo hace Yo, diría Nietzsche): ¿será realmente mi «Yo» el que sobreviva a la muerte de mi cuerpo?; ¿cómo pensarme escindida de este compuesto de materia y conciencia que me constituye como un todo?; ¿cuál es la necesariedad de mi inmortalidad personal en el funcionamiento del cosmos?
Si acepto que voy a desaparecer en la nada, que voy a legar el polvo al polvo, ¿cómo puedo justificarlo?, ¿qué razones puedo dar? Descartes afirmó que se podía dudar de todo, excepto de que pienso -siento, imagino-, y que por lo tanto existo todo el tiempo que piense -sienta, imagine. (Es la famosa duda hiperbólica, madre del cogito ergo sum: todo puede ser un sueño mío, pues muchas veces he soñado que muevo mi cuerpo, hablo, me relaciono con personas y cosas, siento calor o frío, etc, por lo que la realidad fuera de mí no es una prueba concluyente de su existencia, pues podría estar soñándola. Parafraseando a Borges, la vigilia sería un sueño que sueña no soñar). De esta manera, si pensar es existir, ¿cómo puedo pensar en no existir si ese sólo pensamiento es prueba de que existo?
No podemos dar a estos interrogantes respuestas válidas, certeras, comprobables u «objetivas», sino sólo aceptar que esta realidad supera nuestra capacidad de comprensión. Pero, a diferencia de cualquier otra cuestión insondable que podría sernos indiferente (el tamaño del cosmos, los últimos componentes de la materia, el origen del arte o las profundidades del inconsciente), la muerte nos es algo demasiado cercano, inexorable e inminente. Por lo tanto, evitar esta cuestión es evitarnos a nosotros mismos. E imagino que resolverla es la condición de una vida feliz, pues a nada le tememos más que a lo desconocido. Y el temor y la felicidad se excluyen mutuamente.
Habría otras preguntas accesorias:
¿Quién vive preocupado por la muerte se muere sin vivir? ¿Temer a la muerte es temer a la vida? ¿La vida y la muerte son opuestos complementarios inseparables y mutuamente necesarios, de manera que uno no puede darse sin el otro, así como el inspirar no puede darse sin el espirar?
Dejando de lado estos interrogantes con respecto a la muerte, que no por incontestables son intrascendentes, intentemos reflexionar sobre nuestro trato cotidiano con ella, la manera en que nos relacionamos con este «hecho».
Un hospital, como el nuestro, es un lugar lleno de «muertes». Ocurren cotidianamente, y la mayoría de las personas que trabajan acá están expuestas a presenciarlas. La naturalidad con que uno comienza a relacionarse con esto da la apariencia de que constituye un tema superado. En mi caso, una vez conocido lo que significaba el término «un óbito», el horror primigenio se convirtió en la pregunta sobre cuán largo era el cuerpo para así cortar la bolsa negra. Y no era difícil: sacar la «emoción» asociada y realizar la acción de manera mecánica. En las personas que están en contacto diario con la muerte, que ven, en directo, cómo alguien «se va», esto pareciera ser una necesidad, la única forma de «hacer lo que hacen».
Pero, ¿puede considerarse como un síntoma de que se tiene resuelto el tema, esto es, la certeza de que ha sido comprendido y aceptado? La indiferencia con la que se actúa frente a ella ¿es señal de que subyace a esta actitud una idea clara sobre qué es lo que le sucede a nuestros muertos o lo que nos sucederá a nosotros en ese momento, o sólo actuamos guiados por mecanismos de defensa y negación ante nuestra propia muerte?.
Si bien esto podría dar lugar a un análisis más serio y formal, con encuestas específicas dirigidas al personal de este hospital, puedo aventurar que, en una pesquisa superficial realizada informalmente a algunos médicos, la ausencia de reflexión sobre la propia muerte es una constante, y la vela que se apaga una imagen recurrente en el caso de la muerte que ocurre a otros. En esto último, se marca una diferencia con respecto a la muerte de ancianos (en tanto y en cuanto no estén lúcidos y en los que la muerte los liberaría de una vida signada por el sin sentido, la inconciencia, etc.) y de enfermos que no lo son. La diferencia consistiría, según creo, en que en los primeros no se ve ya a un «sujeto», y se los considera algo así como «muertos en vida», cuya muerte clínica constituye tan sólo una formalidad. Se trataría de considerar la desaparición de la conciencia, y no la muerte del cuerpo, como signo de defunción (que es una de las tantas maneras de considerarla).
Con respecto a hablar de la muerte con el paciente moribundo y lúcido, algunos médicos aclaran que, en la mayoría de los casos, éstos no hablan del tema, no preguntan y que, por lo tanto, ellos no son quiénes para decir lo que no quiere ser escuchado. Pero, además de que, por un lado, esto es entendible (¿quién querría anunciar a alguien algo así?), pudiera suceder también que el propio médico fomentara este comportamiento en el paciente (su «no querer hablar de eso») por su propio temor a no saber cómo contenerlo en caso de que se desborde, o por su negación a hacerse cargo del «fracaso» en su lucha contra la muerte. Así, el enfermo percibiría esta actitud en su médico, evitando el tema (ya sea por «gentileza» hacia él, o por considerarlo un interlocutor inválido).
Otra arista de la misma conducta de no proporcionar información sobre la muerte puede provenir del llamado «paternalismo» médico, esto es, que el médico decida que ignorar la situación es lo mejor para el paciente. De esta manera, el paciente cree que mejorará, y evita entonces nublar sus últimos días con tan mórbidos pensamientos. Pero, bajo la «caritativa» actitud de dar esperanzas a alguien que no tiene ninguna posibilidad de sobrevivir, ¿no se está cometiendo la poco caritativa opción de privar al paciente de una decisión sobre su propio morir?. ¿No tiene derecho el paciente a elegir cómo, dónde, con quiénes y de qué forma dejar este mundo?¿No habrá decisiones fundamentales que sólo a sabiendas de su muerte se atrevería o necesitaría tomar? Y, ¿por qué algunos médicos quieren ser informado de su muerte y, al mismo tiempo, consideran «más humano» el ocultar esa información a otros?
En la misma vereda, se cuentan anécdotas sobre casos en los que se le ha informado al paciente de su muerte próxima, tras lo cual éste ha renunciado a proyectos o actividades laborales que funcionaban hasta ese momento como motores de su vida, y se ha encontrado con que sobrevivía al fatal diagnóstico (restableciendo su salud) pero habiendo perdido para siempre lo que le daba sentido a su existencia. Podría advertirse, entonces, que es necesario también un mínimo de cuidado: la sobrevivencia a un diagnóstico de muerte «segura» es algo que acontece, y que el paciente tampoco debe ignorar. Pero de esto no se sigue que no deba informarse un mal pronóstico al paciente por temor a lo que éste hará. En este sentido, creo que la responsabilidad tiene que recaer en el propio enfermo, el cual, contando con la información disponible y en base a ella y a su propio criterio, tomará las decisiones que considere más apropiadas. Y podrá hacerse cargo de ellas (tanto si fueron acertadas como si no).
Por último, ¿es tan extraño que en un lugar donde las defunciones ocurren cotidianamente no se adquiera una postura frente a esto o, por el contrario, es una necesidad? No sé si los hombres son lo que son independientemente del contexto en el cual se desenvuelven, pero considero que plantear o desestimar el tema de la muerte en el marco de un trabajo hospitalario, donde es cosa frecuente, tiene sus implicancias, tanto a nivel personal como en la interacción con los que se enfrentan a esa experiencia. La frialdad, la indiferencia, las indefiniciones, nos alejan más y más de las cualidades que identifican no una profesión, sino lo que la hace posible: nuestra humanidad. La empatía, la comprensión, el compromiso, no derrotan a la muerte, así como el día no triunfa sobre la noche, ni el verano sobre el invierno. Eros no vence a Tanatos, pero lo envuelve, lo eleva y le da sentido.
Fernanda Orellana