Nuestro trabajo diario y lo superfluo.

Miguel J. Maxit

Rev HPC ; :


Si bien las nuevas disposiciones que nos obligan a prescribir los medicamentos por su nombre genérico no pueden sino ser recibidas con beneplácito por la mayoría de los médicos (no obstante obligarnos a consultas frecuentes al vademecum y reconociendo que nadie escribe con demasiada felicidad cassia angustifolia plantago ovata o la seguidilla de aluminio hidróxido, magnesio hidróxido, simeticona, por ejemplo), nuestro agrado sería mayor si estuviéramos seguros de que los distintos productos comerciales que responden a un mismo genérico tienen una misma inequívoca potencia y biodisponibilidad, y que las farmacias cuentan con todos los genéricos independientemente de su precio. Un montón de anécdotas hacen sospechar que la eficacia no sea la misma para algunos medicamentos que responden a un mismo genérico; y si las farmacias no ofrecen todo el espectro de precios, la utilidad económica que debería existir para los pacientes se desvanece al encontrarse en el mercado sólo los más caros. Pero las recetas presentan otros problemas que a nadie parecen importar demasiado, aunque somos muchos (médicos y enfermos) los que sufrimos las consecuencias.
Cada mutual u obra social posee recetarios diferentes, y cuando permiten usar los recetarios de nuestro hospital, los requisitos para ser completados varían. En algunos, nombre y apellido deben figuran primero; en otros, el número de afiliación. Para algunos, el detalle de cantidad de envases debe figurar primero con números, luego con letras; para otros, la inversa. Todo esto hace fácil cometer errores, pues se suele adoptar cierto automatismo dominado por el llenado de los formularios más frecuentes. Cada vez se insiste más en que escribamos «tratamiento prolongado» con todas sus letras (nada de tildar un casillero: eso sería sencillo). Ello es perentorio aún para obras sociales como PAMI, en la que la mayoría de la medicación para sus afiliados es para patologías crónicas (y la excepcional, para tratamientos breves). A veces debemos refinar más la indicación y aclarar cuán prolongado... y la dosis diaria y mensual. Viene luego el número de envases grandes por receta (no más de uno), lo que obliga a veces a entregar de tres a siete recetas por paciente para que pueda obtener éste la medicación para uno o dos meses hasta la próxima consulta. Y luego la necesidad de escribir los diagnósticos. Esto podría ser un atropello al secreto médico. ¿Debe el paciente leer que padece una enfermedad de Parkinson, o dar a conocer que posee una blenorragia? (cierto que podemos escribir síndrome extrapiramidal o infección vías urinarias, en su lugar). Pero, ¿quién controla realmente los diagnósticos anotados?; ¿qué datos de validez epidemiológica surgen de ellos? ¿Para qué podremos indicar digital sino para una cardiopatía, e insulina sino para una diabetes? ¿No es casi sin excepción que éstos se indican para uso prolongado? ¿Acaso la correlación entre la medicación y el diagnóstico anotado asegura que la indicación sea correcta?
Sospechamos que la catástrofe económica que ha sobrevenido a las obras sociales las lleva a restringir todos los gastos en medicamentos. Y en lugar de tomar medidas claras y valientes al respecto, confían en uno de los peores defectos de la raza humana y, por ende, de los médicos: la pereza. Si se dispone que para recetar los médicos deban escribir mucho, muchísimo, recetarán menos. Así los pacientes lograrán menos medicación de la necesaria o los médicos deberán escribir y escribir datos superfluos, llenar recetas y recetas con larguísimos números, repitiendo y repitiendo datos, para que los pacientes, a los que se les agrega así una desgracia más, consigan la medicación necesaria. Horas que el médico podría dedicar a una mejor atención, escuchando o revisando mejor a sus pacientes, deben gastarse llenando una papelería inútil, que parece multiplicarse vorazmente para, paradójicamente, dar cada vez menos. Tal el orden de las cosas, cuando finalizadas las tareas de la consulta vemos que hemos escrito treinta veces «tratamiento prolongado» con «todas sus letras», y números de catorce o más dígitos en otros tantos recetarios cada vez más restringidos, nos hemos ejercitado en desarrollar nuestra paciencia, y para evitar la amargura de un trabajo servil, podemos recordar que de las tareas más secundarias pueden surgir estímulos para el perfeccionamiento espiritual. Quizá podamos transformar ese trabajo superfluo en una forma de oración.
Hace 40 años, cuando era residente en un hospital de Massachussets (Estados Unidos), prescribir era más sencillo. Anotábamos nombre y apellido, los medicamentos con su nombre genérico y el número de comprimidos y la posología. Indicábamos cuántas veces el farmacéutico podía renovar esa receta, que servía así hasta una próxima consulta, dos, tres o cuatro veces, según la fecha de la misma.
Hace 40 años también las computadoras tomaron un rol por todos conocido en la vida cotidiana. ¿Será difícil imaginar un programa que permita a los pacientes con enfermedades crónicas retirar (en una farmacia o mutual) en forma mensual o biemensual una receta donde consten los medicamentos necesarios, y que esa receta pueda ser renovada el número de veces indicada por el profesional? Creo que las ventajas para el paciente serían enormes. Y otras tantas para el médico. Quizá para las financiadoras sería también una ventaja, pues se evitarían-parcialmente al menos- parte de los medicamentos solicitados por un «ya que sobra un lugar...por qué no me indica la cremita, o las vitaminas, o algo para el dolor de garganta».
En el programa podrían figurar todos los datos que las administradoras y financiadoras parecen atesorar: edad, sexo y diagnósticos, y podrían aparecer inesperadamente como un hecho insólito medicaciones fuera de relación con la historia y hábitos de consumo previo.
La miseria parece volvernos más estúpidos, obligar a otros a un trabajo sin sentido para retrasar u omitir nuestras propias obligaciones, sin animarse a aclarar las limitaciones y deficiencias del sistema.
Si la miseria parece volvernos más estúpidos, detrás asoma una duda atroz: ¿no será que por estúpidos caímos en esta miseria?

Miguel J. Maxit