Miguel J. Maxit
Rev HPC ; :
*Texto de la Conferencia leída en las VI Jornadas Internacionales de Medicina Interna, X Jornadas de Medicina Interna para el Litoral Argentino, 18 de junio de 2003, Rosario, Santa Fe.
Los organizadores de este congreso me han asignado hablarles sobre el médico clínico y la comunidad, lo cual me pareció una debida penitencia, ya que la mayor parte de mis cuarenta años de médico los he pasado trabajando en hospitales signados por la palabra «comunidad ». Es probable que estos días sean particularmente oportunos para hablar de ambos: el clínico se está transformando en alguien evanescente, y a veces dudamos de los valores y aún de la misma existencia de una comunidad. En 1943, John Ryle, antes de que la medicina sufriera la enorme revolución tecnológica que vendría después, advertía: «Las ciencias y las técnicas han venido a dominar la medicina, excluyendo a la ciencia más importante de todas: la ciencia del hombre, y a la técnica más importante de todas: la técnica de la comprensión. Una ciencia sin humanismo puede trabajar con los átomos, pero no la hará con los hombres» (1).
Pasando a nuestro tema, deberíamos definir los términos. ¿Por cuál comenzar? Lo haré por el propuesto por Uds. que, sin duda alguna en estos tiempos, es el menos prestigioso: el médico clínico (no ya el internista, que suena elitista y no es comprendido por la población y a veces ni por los colegas ni nuestras propias familias). Ser un médico clínico es, de alguna manera, «no haber llegado» ante los ojos del mundo (no quiero hablar de comunidad ahora). ¿No hay acaso rasgos de desaliento en el rostro de aquel al que preguntamos por su especialidad y nos responde: «soy clínico, sí, hago clínica médica»? Es cierto: de alguna manera, «no hemos llegado». Lo que podríamos preguntar es si «llegar» era tan importante y valía la pena.
Definamos, pues, a un clínico.
Todos estarán de acuerdo en que no nos gusta atender a niños pequeños (sobre todo si lloran), a mujeres embarazadas (sobre todo si sangran) y nos desagradan bisturíes, pinzas y tijeras. Esta definición la entienden todos. Otra podría ser: somos quienes atendemos a todos esos enfermos que los otros no quieren atender: los abandonados por la sociedad, los cancerosos con dolores intratables, los enfermos psiquiátricos sin cobertura, «los malos, los feos, los sucios». Un buen número de camas de los servicios de clínica médica están ocupadas por los excluidos de otros servicios; o los que ingresan como «caso social» (que suelen tener por otra parte una patología interesantísima). Ninguna de estas definiciones será atractiva para los postulantes a una residencia de Clínica Médica. ¿Se trata sólo de eso? Pues no, hay otra forma de verlo: como aquella especialidad médica comprometida con el diagnóstico y el tratamiento médico -como opuesto al quirúrgico- de las enfermedades de los adultos. Abarca la problemática total de un enfermo más que la enfermedad de un determinado órgano. Ha sido la madre de numerosas especialidades médicas -con las cuales mantiene relaciones no siempre amables, como ocurre en todas las familias. El cuidado brindado por el clínico tiende a estar caracterizado por un mutuo compromiso entre el médico y el paciente en una relación estable en el tiempo, con amplia disponibilidad y profundidad renovada, además de brindar una apropiada atención a todos los elementos de apoyo humanitario, una preocupación sostenida por el enfermo y su dolencia y por una inclaudicable empatía. Está asociada a una sofisticada técnica y gran destreza profesional. El clínico debe funcionar como consultor de otras especialidades, debe ser competente para el cuidado de pacientes críticos, así como manejar con idéntica habilidad problemas de atención primaria, secundaria y terciaria (2). Una de sus características sobresalientes es el interés sostenido en el paciente.
Se ha dicho que la clínica médica era la especialidad que solía atraer la elite intelectual de los profesionales médicos, que se desempeñaban (3) en un ambiente contemplativo y erudito en el que las publicaciones y el trabajo en bibliotecas era un lugar común y había tiempo para empresas intelectuales y trabajos de laboratorio más allá del cuidado inmediato del paciente. Personalmente dudo de que esto haya sido así (a excepción de que lo fuera en forma intermitente). Las observaciones de Sydenham ocurrieron durante la guerra civil, los ejércitos de Cromwell al que era adicto y la Restauración. Charcot recibió, con La Salpétriére, una villa miseria de 5000 almas, y no debe haber dejado de sufrir los sacudones de la revolución de 1848 y la guerra francoprusiana.
La medida de la sabiduría -o competencia clínica en el pasado como ahora, se medía por la exactitud diagnóstica, y esto era importante entonces por el pronóstico. En general, las medidas terapéuticas, además de escasas, eran más dañinas que oportunas. El tratado de medicina que Sir William Osler publicó cercano al 1900 era casi un ejemplo de nihilismo terapéutico, y maravilla el trabajo que hicieron para distinguir procesos para los cuales tenían, no importara de qué se tratara, muy poco o nada que ofrecer. El clínico debía diagnosticar, pronosticar, evitar daño, aliviar lo posible y dar el apoyo humano imprescindible.
George Bernard Shaw, en su lecho de muerte, recomendó a los médicos que lo cuidaban que pasaran primero un siglo estudiando y otro siglo haciendo el aprendizaje para practicar la medicina en la tercera centuria. Shaw era un crítico, a veces compasivo, de los médicos, y sus consejos hablan tal vez de las enormes dificultades de nuestro oficio. Recordemos ante los legos que la mayoría de los médicos no somos científicos, aunque nuestras lecturas en ciencia son o deberían haber sido muy profundas; que todos nos dicen que nuestra profesión es un arte y una ciencia, pero las facultades son sólo de Ciencias Médicas. El arte se aprende en el camino. Esenciales son para el clínico las cualidades que creo imprescindibles en todo médico:
- capacidad de atención: «aplicar voluntariamente el entendimiento a un objeto espiritual o sensible» (Real Academia Española); y el paciente tiene ciertamente estos dos atributos
- capacidad de facilitación: la mirada, los gestos, que ayudan a proseguir la descripción de un síntoma o de una historia
- capacidad de colaboración: hacerle comprender al paciente que ambos son socios en el proceso diagnóstico y en el cuidado
- capacidad para encontrar el punto vulnerable en que el paciente desea o debe ser ayudado
- capacidad de perseverar, más allá de las satisfacciones
- capacidad de mantener la competencia técnica y recordar que la compasión renovada es un componente integral de la competencia médica
- capacidad de reconocer los límites de su pericia y sus conocimientos
- capacidad de abogar por el enfermo: ante sí mismo; ante el mismo enfermo (con la mejor explicación sobre las características de su enfermedad) ante sus familiares; ante las rigideces de los sistemas o subsistemas de salud, que discriminan a veces en forma notoria.
- capacidad de administrar pruebas diagnósticas y las terapéuticas en forma medida y prudente
- capacidad para manejarse en un área de incertidumbre (ante la falta de los datos necesarios) y hacer comprender al paciente que esto no debe ser confundido con ignorancia o quietismo, y que la búsqueda desesperada de la certeza está a veces llena de calamidades
- capacidad de no ver todos aquellos defectos o miserias humanas que podrían interponerse a un cuidado más justo.
Sin querer pretender pertenecer a una élite intelectual como mencionaba antes (pues cada actividad tiene sus destrezas y sus desafíos) sin duda la clínica no tiene generalmente los resultados rápidos y definidos de la cirugía, ni el glamour mediático de la sangre; no vive las situaciones folletinescas de los médicos generalistas o especialistas en emergencias; los clínicos no son héroes de novelas. Tienen, por el contrario, una actividad recatada: de sala de internación y consultorio, de discusión de casos con otros clínicos y especialistas, de problemas muchas veces inconclusos que se aclaran con el tiempo, con alguna carta de lectores en una revista médica que arroja insospechada luz. Es una especialidad que necesita un frecuente intercambio con radiólogos y patólogos. Cada enfermo es, en mayor o menor medida, todo un caso para investigar, y eso puede idealmente apoyarse en investigaciones básicas y/o aplicadas. El clínico necesita tiempo: tiene una inmensa avidez de ese algo tan terriblemente escurridizo: tiempo. Tiempo para dedicarle al enfermo y para pensar en el enfermo: horas para lecturas relacionadas con lo que vio hoy, o con los problemas de ayer que se aclaran con la publicación de hoy. Esta necesidad de tiempo es por cierto de las menos comprendidas por administradores de salud, gerenciadores y por los mismos pacientes, quienes suelen exigir los resultados inmediatos a los que el periodismo parece condicionarlos.
En el quehacer del médico clínico está separar la paja del trigo: un mismo síntoma puede ser algo sin importancia o indicar algo ominoso. En saber discernir una de otra están años de experiencia y lecturas profundas. El conocimiento de enfermedades raras puede parecer un diletantismo superfluo, pero a lo largo de una vida médica, las enfermedades raras no los son tanto y son, en conjunto, muy numerosas (4). Así como en aquel cuento de Bioy, cuando un extraterrestre caía en un poblado de provincia y no era reconocido, dos casos de enfermedad de Fabry pueden aparecer en Uzcudum o Monte Quemado. Además, el sufrimiento que trae consigo una dolencia rara puede ser terrible. Veamos.
«Imagínese consultar con su médico y escucharle decir que Ud. tiene una enfermedad rara del pulmón - que es Ud. un caso en un millón- cualquier sentimiento de ser algo especial es rápidamente reemplazado por uno de frustración. Su médico de cabecera nunca escuchó de esa condición, su especialista ha visto sólo un caso anteriormente, y cuando Ud. decide buscar en la literatura médica, encuentra que las descripciones están
principalmente basadas en revisiones de cinco enfermos de la década del '40. Si Ud. presenta síntomas no descriptos en el libro de texto, nadie podrá asegurar si éstos son normales o no. Lo peor de todo, quizá, es la soledad. Ud. no podrá condolerse o discutir sus problemas con otros pacientes. Como dijo una enferma después de ser informada de que padecía una enfermedad muy rara: ´Siento como si me hubieran colocado en una isla que es para mí sola´» (4).
Otra frustración es la falta, o aparente carencia, de investigación sobre la enfermedad debido a su «rareza», quitando así la esperanza, que a menudo mantiene a pacientes con una enfermedad grave: la de la aparición de un tratamiento efectivo. Creo que por esto es necesario conocer -para poder así diagnosticar- las enfermedades raras.
«El arte del cuidado del enfermo es el cuidado del enfermo», decía Francis Peabody, y es que la dedicación total del médico es para el enfermo. Hasta el cansancio se nos repitió que no había enfermedades, sino ese individuo en quien la enfermedad tomaba cuerpo en forma más o menos usual o totalmente caprichosa... Un médico clínico que atiende a cada uno de sus enfermos con pericia y dedicación cumple ya sus deberes con la comunidad concreta. Quizá para un clínico, ocuparse de menesteres más bastos irá en detrimento de la dedicación que sus enfermos le requieren.
Recordemos a aquellas santas mujeres de Dostoievski: amaban a la humanidad en general; lo difícil era amar a cada uno de los seres individuales, dolorosamente concretos. Y sin embargo: cuidamos a un hipertenso joven, con daño renal, que trabaja con baterías...Esta casi perfecta ama de casa es una mujer golpeada. Lo reconoce después de una décima consulta. También los ancianos que llegan de cierto geriátrico están severamente desnutridos. El trastorno de coagulación de un exitoso ejecutivo puede ser explicado sólo porque recibe, sin darse cuenta, acenocumarol o un veneno para ratas. Después de plantar los rosales que le enviaran de Cipolleti, una señora treintañera muere por una infección a virus Hanta.
Nuestros pacientes son puntos en una red, en una red inmensa, común. Están en una comunidad. ¿Cómo definirla?. Un unificado cuerpo de individuos; una población interactiva de varias clases de individuos -como especies- en una locación común; el área que ocupan u ocupamos; grupos de gentes con iguales características: elegir mal a sus gobernantes, por ejemplo; o simplemente la sociedad en general. Elegir la definición a gusto.
El hacer más abarcativo el rol del médico para que incluya en su labor aspectos comunitarios y sociales en la prevención de enfermedades, en el diagnóstico de las mismas y en su tratamiento es un avance relativamente reciente en la historia médica: es la medicina social que no hace sino estudiar la relación de factores sociales con la enfermedad y con la muerte. De una manera especular refleja las necesidades médicas y las sociales de una comunidad. Los eruditos remontan sus antecedentes a diversas experiencias. Las «listas de muertos» que semanalmente se publicaban en Londres en el siglo XVII, y que llevaron a John Grant (1620-1674) y Edward Chadwick (1800- l890) a relacionar circunstancias, socioeconómicas con las muertes. Bernardino Ramazzini en Italia a fines de 1600 documentó la relación de enfermedades con ocupaciones. En el tratado sobre «La condición de las clases obreras en Inglaterra de 1844», Friedrich Engels describió el vínculo de ciertas enfermedades: tuberculosis, tifoidea y tifus a malnutrición, malas viviendas, aguas contaminadas y hacinamiento. Poco a poco los médicos fueron reconociendo la forma en que los factores sociales alteraban o producían la enfermedad de sus pacientes.
El término medicina social fue popularizado por Rudolf Virchow (1821-1902), quien fuera un notabilísimo patólogo. En 1847 el gobierno de Prusia le encargó investigar un brote severo de tifus, en Silesia. Cuando presentó su informe recomendó una serie de drásticos cambios políticos, sociales y económicos, que incluían aumento del empleo, mejores salarios, gobiernos locales autónomos, cooperativas agrícolas y una progresiva escala de impuestos. Describía a la causa de una enfermedad como multifactorial. Argumentó que para ser efectivo, un sistema de salud debía avanzar mucho más allá de tratar la patología de los problemas individuales, y que los médicos debían tomar responsabilidades por cambios políticos. Aseguró que la medicina era una ciencia social y la política sólo medicina en gran escala (5).
Adivino que después de todo esto se encerró con su microscopio. Curiosamente, el término Medicina Interna fue introducido por Nikolaus Friedreich, uno de los muchos e innovadores discípulos de Virchow, a fines del siglo XIX en un Congreso Internacional de Medicina; y en un tratado que le dedicara a su maestro, la inscripción rezaba: «Para mí, como clínico, los principios de la patología celular se han transformado en el imán dentro del proceso patológico». Palabras reveladoras: el clínico debía también escudriñar en las profundidades y en lo más pequeño. El proceso patológico, la enfermedad, es un laberinto.
¡Pobres clínicos, tironeados entre los misterios de la patología celular y los no menos misteriosos cataclismos sociales y económicos, y entre ambos la diaria urgencia, las siempre crecientes imposiciones burocráticas, el menosprecio por una tarea simplemente intelectual y no técnica, la desconfianza y la querella, las administraciones turbias a lo menos, la comunidad más enferma y degradada día a día !
Insisto, la obligación esencial del médico es con el paciente, es sólo por su beneficio y, no nos engañemos, si debemos extender nuestro brazo de acción. Las metas por alcanzar son numerosísimas, pero voy a referirme sólo a tres: una, la relación del clínico y los especialistas, luego, algunas reflexiones sobre el consejo médico, y por último, me referiré al núcleo del principal accionar entre el médico y la comunidad: el hospital.
En cuanto a la relación del clínico con las especialidades, dijimos antes que la medicina interna fue la madre de numerosas especialidades médicas. Hay a veces una cierta rivalidad o cuestionamientos entre la calidad de los cuidados suministrados por unos y otros. Si bien los estudios referentes a la calidad de la atención médica están aún en sus pañales, hay algunos datos que pueden sorprendernos. Por ejemplo, comparando la calidad del trabajo de clínicos y especialistas (en USA, al menos) un estudio revelaría que son igualmente malos en lo que dejan de hacer (sobre todo indicaciones sobre prevención) (6). También se calcula que no menos del 50% de los especialistas atenderían problemas de clínica general (menos eficientemente que los clínicos) (7), que por lo menos el 20% de la atención primaria en los EEUU es realizada por especialistas6, y que si algunos especialistas, los cardiólogos por ejemplo, logran mejores resultados que los clínicos aisladamente en la sobrevida de pacientes con un infarto de miocardio; los resultados son superiores cuando el seguimiento es realizado por un clínico y un cardiólogo conjuntamente (8).
Las especialidades clínicas nacieron de la Clínica Médica y los clínicos generales debieran nutrirse parcialmente, al menos, de ellos. Los especialistas deberían gozar enseñando a los médicos clínicos y generalistas lo que les permitiría tener mejores y concienzudas consultas. Esto no es fácil, pues cada especialidad tiende a una especie de coto cerrado y se pierden así preciosas oportunidades de un trabajo que podría ser infinitamente más creativo: esas que son «cosas de los clínicos». La relación entre clínicos y especialistas me trajo a la memoria un famoso fragmento de un poeta griego, Arquilocus. En una de sus versiones el verso dice: «El zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una gran cosa».
Sir Issaiah Berlin sugirió que además de lo evidente, estas palabras podrían señalar una de las diferencias más profundas que dividen poetas, escritores y pensadores en general. La diferencia entre aquellos que, por una parte, lo relacionan todo a una sola visión central y a un sistema coherente, y aquellos otros que persiguen muchos fines, a menudo no relacionados y aún contradictorios, efectuando acciones que son centrífugas, con pensamientos que pasan de un nivel a otro y captando la esencia de una gran variedad de experiencias- y de objetos. Estos serían los zorros, los clínicos, pero reconozcamos que en ciertas ocasiones tales las dobleces humanas- parece que nos convirtiéramos en erizos (9).
Con respecto al consejo médico, definámoslo.
Consejo: parecer o dictamen que se da o se toma acerca de una cosa. Sinónimo: advertencia.
Creo que todos estamos de acuerdo en que el consejo es casi el corolario final de la consulta médica. La prescripción, la indicación de los análisis y la consulta con otro especialista constituyen el parecer o dictamen que se tomará o no. Y con cuanta discreción debemos, como aquel médico de GBS, contenernos y no decir «su corazón y su hígado están espléndidos pero le hace a usted falta una buena dosis de sentido común». El consejo es algo que aparentemente media entre dos personas: el médico y su paciente; pero detrás de ambos están la institución y la familia comunidad. Un consejo puede difundirse como un rumor y tener fines benéficos. Y también como un rumor volverse irreconocible. ¡Cuántas veces decimos «sé que no pude haber aconsejado eso!» Aún las prescripciones escritas por el médico en la forma más clara son a veces distorsionadas por el hábito o los prejuicios del paciente o la sociedad. Pero simplificamos aquí al limitar el consejo en una sola dirección entre las partes que intervienen. En una buena consulta, el médico debe aconsejarse a sí mismo, debe vigilar los límites de su acción, conocer y/o adivinar las expectativas del paciente.
Como dije más arriba, los médicos somos particularmente descuidados en aconsejar medidas preventivas. El poco interés en aconsejar el abandono del tabaco es llamativo. Se ha calculado que en los Estados Unidos los médicos tienen contacto con por lo menos el 70% de todos los fumadores, incluyendo un 60% que se consideran con una salud excelente. Sin embargo, sólo la mitad de los enfermos refieren haber sido advertidos por su médico sobre la necesidad de abandonar el cigarrillo. Y se sabe que para ayudarlos a dejar de fumar, el número de contactos con el paciente -y el número de consejos- es de gran importancia.
Cierto es que, con respecto a las medidas preventivas, poco se ha estudiado cómo influyen la salud y los hábitos de los propios médicos en los consejos que brindan a sus paciente. Un estudio demostró que aquellos con mejores hábitos personales y actitudes positivas aconsejan en forma más intensa a un mayor número de pacientes.
En una relación clínco-paciente que lleva meses, años y hasta décadas, el consejo médico es más que una prescripción o indicación. De alguna manera, los consejos van rodeando al paciente como una atmósfera; éste sentirá a su médico como una presencia en distintos momentos. Alguna vez agradecerá aquel consejo que el médico le dio entre receta y receta y que él mismo ha olvidado: «¿Qué fue lo que le dije... ?», pues una contestación que fue para él algo casi banal, golpeó duro en alguien que, sin demostrarlo, lo necesitaba. «¿Qué me dijo? Algo tan simple como que a los hijos hay que quererlos siempre». Verdades básicas pueden y deben ser repetidas por los médicos una y otra vez en sociedades progresivamente debilitadas como la nuestra. ¡Y cuántas veces debemos asumir el rol de abogados en situaciones que van más allá de lo estrictamente médico, pero que hacen al bienestar de los pacientes !.
En días algo desesperanzados como los nuestros, con la desvalorización de la labor del médico (y ciertamente en esto no estamos solos), visto como un simple intermediario entre consumistas ávidos y tecnología, los médicos hemos perdido la noción de poder cambiar ciertas cosas.
La medicina preventiva no tiene el hechizo del diagnóstico y el tratamiento certero, y las medidas preventivas en los mayores pasan más por modificar detalles arquitectónicos o urbanísticos que por determinaciones frecuentes de colesterol, mamografías o papanicolau.
Sin embargo, veamos algunos ejemplos.
En 1960, el Dr Horace Campbell, un médico de Denver, identificó un problema mayor con los Corvair, un modelo de automóvil de la General Motors, con el motor en la parte posterior. En choques frontales, el manubrio era empujado hacia atrás, dañando cráneo, tórax y cuello. Se aproximó al Directorio de la GM con la solución, pero ésta le fue denegada; sin embargo, la acción de consumidores logró leyes de regulación en el Congreso que lograron el cambio. Lo mismo ocurrió cuando pediatras denunciaron las injurias en cráneo por vehículos de tres ruedas; o la asfixia en chicos atrapados en heladeras en desuso, que llevó a un rediseño de sus puertas, con clara disminución en el número de este tipo de accidentes. Recientemente, en Mar del Plata, una pediatra de nuestro hospital contribuyó a que se dictara una ordenanza reglamentando el uso de cuatriciclos, que semana a semana dejaban víctimas, adolescentes en su mayoría, en nuestras playas y salas de terapia intensiva.
Si bien los accidentes son la causa principal de años de vida perdidas, al menos en occidente, los fondos otorgados a la prevención de accidentes son sólo el l1% de los destinados a la prevención del cáncer y 17% destinados a la prevención de enfermedades cardiovasculares. Un tema para la reflexión, el consejo y el accionar del médico.
A medida que los años van pasando, el consejo del médico va desviándose del enfermo hacia sus cuidadores. Llegamos a percibir que tan o más importante que cuidar al anciano es el cuidado y apoyo de los que viven con él. De acuerdo a la naturaleza de la dolencia, el médico debe ir paulatinamente advirtiendo a la familia lo que puede esperarse, lo que habrá o no que hacerse, las medidas extraordinarias que será quizá mejor no tomar.
Esto es recomendable en pacientes con demencia, enfermedades neurológicas como esclerosis lateral amiotrófica o esclerosis múltiple, y en cancerosos. Una familia bien aconsejada hará mucho por el bienestar del enfermo y del propio médico cuando no es ya el paciente quien puede entender el consejo.
Decía al principio que el consejo médico va dirigido no sólo a sus pacientes sino también hacia otros médicos, y hacia sí mismo, siempre en relación al paciente.
¿Cómo sobreviven en nosotros nuestros pacientes a sus muertes? ¿Qué lazos se mantienen entre los pacientes ya fallecidos y nosotros y nuestra práctica? ¿Qué comunidad mantenemos con ellos? Aquellos pacientes que hemos tratado intensamente por breve o largo tiempo, y han muerto, ¿siguen de alguna manera con nosotros? En Inglaterra los médicos generales guardan las historias clínicas durante el tiempo de su práctica. En los hospitales, luego de 10 años, cede la obligación de guardarlas a menos que tengan un interés especial. Hace poco tiempo en The Lancet (10) apareció un pequeño ensayo. En él, un médico generalista decidió usar el registro de muertos para ver cuánto recordaba de sus pacientes fallecidos los nueve años previos. Fueron tres los generalistas sometidos al estudio. Pudieron recordar alrededor de 65 a 70% de los nombres, pero sólo la mitad de los rostros. Aspectos de la personalidad, historia personal o médica fueron evocados sólo en un tercio de los casos.
Se hicieron una serie de preguntas:
1. puede usted recordar su nombre
2. puede usted recordar su rostro
3. recuerda algo de su carácter o personalidad
4. recuerda algún aspecto de la historia de su vida
5. recuerda algún aspecto de la historia médica
6. estuvo usted comprometido en su cuidado
7. trató usted a un amigo o pariente de ese enfermo
8. ha usado usted del recuerdo o conocimiento de este enfermo después de su muerte.
Las preguntas 1 a 6 se relacionan a la memoria del médico sobre un paciente en particular; las 7 y 8 se relacionan ya con su familia o relaciones sociales, y cómo pudo el médico haber «bien» usado el conocimiento del enfermo en el ejercicio ulterior de la medicina.
Podía hablarse de una completa continuidad de cuidado si las ocho preguntas eran respondidas con un «sí». Sólo el 20% de los pacientes cayó en esta categoría. Si la respuesta a las preguntas 2-6 era un «no», el paciente como individuo identificable había desaparecido pero dejando un trazo. La memoria fue bastante completa: de 1-6 (42%); pero 35% de los muertos habían desaparecido de la memoria de su médico: no podían recordar nada de ellos. Como para cualquiera de nosotros, «ciertas muertes fueron más trágicas y personalmente más tristes que otras, y nos sentíamos incómodos acerca de los pacientes que habían desaparecido de la memoria colectiva». John Berger ha observado que los generalistas ocupan, como «el familiar de la muerte», la posición de intermediarios vivos entre la comunidad y los numerosos muertos. Reconocer la extensión y limitaciones de la memoria fue de ayuda para los autores al hacer el balance de «pensamientos y emociones» en su práctica. ¿Nos animamos a hacer lo mismo? Personalmente creo que tiendo a recordar más mis errores (conocidos) que mis aciertos. Un paciente con cuidados continuados que no ha dejado rastro señala algún tipo de fracaso, algo que quizá el médico no pudo ver, o a lo que estaba desatento.
«¿Y qué es cultura si no la creación de atención?», decía Simone Weil.
En último término voy a referirme al hospital, centro de la actividad médica en general y esencial para el clínico. Le da a éste la oportunidad de conocer las patologías más variadas, mantener un intercambio instructivo con médicos de distintas generaciones y por ende con distintas visiones y conocimientos acerca de la patología, disfrutar del diario intercambio con los residentes, miembros indispensables en todo hospital moderno. Es su actuación hospitalaria lo que le permitirá jugar un rol importante en los distintos comités, participar en la selección de los fármacos necesarios en base a costos y calidad, en el control de las infecciones hospitalarias, en el perfeccionamiento de las historias clínicas (que serán la memoria del hospital), participar en las decisiones sobre la compra de insumos, debatir los problemas éticos y legales. Es en los hospitales donde aún se realizan autopsias, «los cuidados últimos», como fueran sabiamente llamadas, un acto médico no retribuido por ninguna obra social ni prepaga, y acerca del cual nunca enfatizamos lo suficiente la necesidad de mantenerlos para el control efectivo de la calidad del ejercicio médico, para descubrir nuevas patologías, por ser una fuente permanente de enseñanza y humildad profesional.
Los hospitales deben ser los inspiradores de la educación para la comunidad, no sólo en cuanto a la prevención de las enfermedades o los accidentes, sino también en la educación a las familias para el mejor manejo de las distintas patologías, y hacerlas de esa manera menos dolorosas. Puede facilitar la creación de grupos de autoayuda, o extenderse con el cuidado de la atención domiciliaria, que tiene enormes ventajas humanas además de las económicas. Es en los hospitales donde deben estudiarse los errores médicos, que no deben ser ocultados en un ámbito científico sino discutidos y entendidos con la comprensión y sutileza que el problema requiere. El estudio de los errores es imprescindible si queremos evitarlos en el futuro (el cual nos traerá probablemente otros de distinta naturaleza). El estudio de los errores no debe ser «el corazón de las tinieblas», tal como fuera descripto el impacto de los errores percibidos por los médicos; debe ser una enseñanza y una advertencia: un imperativo ético.
Es también principalmente en los hospitales donde los médicos deben participar en una diaria actividad docente, esencial para mantener un espíritu inquisitivo y abierto. Y es, a mi modesto entender y el de muchos de mis compañeros de estos años, que el trabajo médico con dedicación exclusiva en un hospital es vital para hacer de él la institución que médicos y comunidad necesitamos.
¿Qué hospitales deseamos los médicos? Estamos todos de acuerdo en instituciones limpias, responsables, donde se practique una medicina igualitaria y moderna, abierta al enfermo las 24 horas, todos los días, donde la docencia sea un hecho natural, y que en los hospitales más complejos se realice investigación básica y aplicada, que gocen de autonomía administrativa y reciban de la comunidad los fondos necesarios para la atención de los desprotegidos, y que facturen a obras sociales o prepagos y particulares, los derechos y honorarios pertinentes. Donde sería deseable que la comunidad esté representada en su cuerpo directivo, y tengan los hospitales alguna vinculación real y no de papeles, con las facultades de medicina más cercanas. Muchos de estos principios fueron parte de lo que se llamó, en las décadas del 60 y 70, los hospitales de reforma (11). Sin duda la concepción de estos Hospitales de Reforma (HR) formó parte del pensamiento utópico de médicos, sanitaristas y algunos políticos de nuestro país. Muchos de aquellos que nos incorporamos a la vida médica en los primeros años del '60 habíamos percibido ya como estudiantes la insuficiencia funcional de los viejos modelos hospitalarios (lejos estoy de referirme a la arquitectura de los mismos, en la que llevan las palmas, sino al modelo de funcionamiento). Eran instituciones de atención matinal casi exclusivamente, sobre las que cierta desolación caía con el mediodía y los feriados. Aquellos hospitales docentes enfatizaban la patología del paciente internado, y había cierto menosprecio por la labor de consultorios externos y patología ambulatoria. El sistema de practicantado, que había sido de gran utilidad asistencial y docente, agonizaba. La revolución tecnológica que sufrió la medicina hizo necesarias las unidades coronarias y de terapia intensiva, y los nuevos tiempos, que harían necesario enfatizar el cuidado del paciente ambulatorio, parecían no tener cabida en esos hospitales. Lamentablemente, a veces se confundió un cambio de función con un cambio de edificio, volcándose vino viejo en los nuevos odres, y se desaprovechó la ocasión de transformar los viejos hospitales de pabellones, para levantar enormes edificios difíciles de administrar, mantener y humanizar.
No fue así raro que los primeros hospitales de Reforma que se inauguraron en la provincia de Buenos Aires en 1961, los hospitales regionales de Gonnet y Mar del Plata, atrajeran la mirada de muchos, cuando se abrieron según esos postulados que le dieron fama y corta vida: 1000 días. En 1966 un gobierno militar dictó la ley N° 17102 de Hospitales de Comunidad. Siguiendo sus dictados se abrieron o acogieron a este régimen el «Hospital Regional de C. Rivadavia»; «El Dorado» en Misiones, «Güemes» en Salta, en Ushuaia y varios en la provincia de Santa Fe. Con regímenes similares se puso en marcha un plan de salud en la provincia de Río Negro. El fracaso fue el común denominador de todas estas experiencias que sobrevive, con algo de fósil, en el Hospital Privado de Comunidad de Mar del Plata y en la estructura administrativa del Hospital Garrahan de Buenos Aires (Decreto del Poder Ejecutivo Nacional N° 528 del 20/4/87).
Un hipotético e improbable historiador de estos hospitales de reforma no tendría demasiado trabajo en descubrir las causas del fracaso de los mismos (sin dejar de recordar que pocas son las cosas que en nuestro país, tarde o temprano, no terminan en el fracaso). Trataré de mencionarlas brevemente.
Primero, y ante todo, la sociedad no sintió, exigió ni defendió la necesidad de estos hospitales (con la notable excepción que creó el Hospital Privado de Comunidad de Mar del Plata, cerrada la experiencia inicial del Regional). Así como la sociedad asistiría años después al desmoronamiento de los Hospitales Universitarios, fue testigo casi impasible de los proyectos y concreciones de la reforma para los hospitales. No deseó para sus comunidades chicas o grandes, o para la región, un hospital eficiente. Observó sin críticas como Presidentes de la Nación en ejercicio buscaban atención médica de cierta complejidad en instituciones privadas, revelando con ello la ineficacia de los hospitales universitarios o las instituciones destinadas a los más desprotegidos y mostrando, de alguna manera, la inequidad y falta de solidaridad. El cuerpo social parece despertar sólo en caso de transplantes en circunstancias melodramáticas, o ante algún nuevo hechizo de tecnología médica, mientras se le promete una cobertura médica básica de tal amplitud que es imposible de financiar por un país en bancarrota.
A esta indiferencia de la sociedad debemos agregar la franca oposición de los médicos e instituciones médicas gremiales y de los dueños de clínicas y sanatorios. El HR era para muchos de ellos un competidor desleal; gracias a su moderno equipamiento suministrado por el Estado, las clínicas y los sanatorios volvíanse bruscamente obsoletos o anticuados, cosa que también ocurría con el equipamiento dado por el Estado. El arancelamiento hospitalario fue en general objetado y muchas veces el rehusarse el cuerpo médico a recibir participación en los honorarios no significó otra cosa que un indicador de la oposición al nuevo sistema. El enfrentamiento del HR con la medicina privada significó, sobre todo en comunidades pequeñas o medianas, un enfrentamiento con todo un estrato social al cual ese grupo médico estaba vinculado, y esto contribuyó al aislamiento del hospital y de sus miembros. Recordemos además que era una época de fáciles etiquetas políticas, y los motivos más nobles podían menospreciarse colocándole un rótulo partidario.
El apoyo oficial fue, por otra parte y en general, discontinuo y caprichoso. Variaba con los ministros o gobiernos de turno. La descentralización administrativa y la independencia de algún Consejo de Administración hacían al HR poco permeable a politiquerías locales o provinciales.
Algún gobierno provincial veía con celos el accionar de su hospital regional, que recibía fondos de Nación sobre los que poco control tenía.
Las Obras Sociales, que en un principio y en algún caso parecieron entusiastas ante estos nuevos hospitales, jugaron -lo que no es de extrañar- un papel dual. Si lo utilizaban, muchas veces pagaban tarde o nunca los servicios brindados, o bien esgrimían al hospital en forma amenazante, para lograr contrataciones más convenientes con la medicina privada. Las Universidades argentinas fueron totalmente indiferentes a la propuesta. Fue así como casi nadie apoyó o quiso a los HR y el fracaso fue el destino común a casi todos ellos, que pasaron a ser un hospital más, llevando a exilios internos y externos a muchos de los profesionales que con ellos se comprometieron.
Tampoco en las revisiones actuales de la medicina social en Latinoamérica durante las últimas décadas (12), la concepción y accionar de estos hospitales tuvo importancia alguna. Les faltó quizá un claro compromiso político, aunque algunos de sus partidarios sufrieron las persecuciones en las que los teóricos de la medicina social se vieron comprometidos también en esos años.
¿Pero es que acaso no hubo causas internas que llevaran al fracaso? ¿Todo el mal vino de afuera? Creo que esto es probablemente algo ingenuo. Cuando se logra un fin y se realiza la utopía, es fácil el desencanto. Se ve que la perfección no es tan perfecta, que los esfuerzos y problemas siguen incesantes.
Muchos de los que caminaron los pasillos del HR de Comodoro Rivadavia, del Regional de Mar del Plata del '63, y del Privado, manifestaron su entusiasmo, lo ideal de su modo de trabajo (del cual, por cierto, no hicieron ni harán nada por imitar). Y está la otra mirada: un reumatólogo famoso, recorriendo el Hospital Privado de Comunidad (HPC), al preguntar sobre la modalidad de trabajo, agregó «Esto parece Rumania en el '48». Lo cierto es que ponderado como modelo, el HPC no ha tenido imitadores. Y como utopía por momentos concretada, ha desencantado alguna vez a partícipes y a pacientes. Claudio Magris pedía «paciencia y modestia» para que las utopías pudieran mantenerse y nos advertía que «utopía y desencanto, antes que contraponerse, deben sostenerse y corregirse recíprocamente (...) Quienes creen que el encanto es algo fácil, son fáciles presas del cinismo reactivo, cuando el encanto muestra sus grietas o deja de manifestarse» (13). No debemos desencantarnos, sólo arreglar las grietas o aceptarlas como parte de un mundo siempre imperfecto. Los HR exigen una permanente reformulación de sus principios, y una capacidad para soportar los malos tiempos sin claudicaciones. La dedicación exclusiva de los médicos es un indicador preciso del vigor interior del sistema. La violación de la misma fue el origen de conflictos -y quizá de la decadencia ulterior- de muchos de estos hospitales. «La hierba es más verde allende el cercado...» muestra un magnetismo irresistible para muchos. Indudablemente no todos los profesionales - independientemente de sus cualidades técnicas- son aptos para trabajar en los HR. No se trata de tener una práctica exitosa, se trata en ellos de trabajar en conjunto, armoniosa y mancomunadamente para que una institución brinde día y noche, incesantemente, la mejor medicina posible a toda una comunidad (que quizá no la espera, no la aprecie y no la entienda) y que este hospital sea para ambos, la comunidad y los médicos, un interés único y vital.
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13. Magris C. Utopía y desencanto. Anagrama. Barcelona 2001; 12-15.