Razón y pasión.

Fernanda Orellana

Rev HPC ; :


En lo que sigue, voy a detenerme en un concepto de la familia de los "irracionales" (es decir, el primado de los sentimientos sobre la razón), tan atacado como temido: la pasión. Quisiera tomar al término de la manera más lisa y llana, en un sentido muy cotidiano, despojado de toda su carga y de toda interpretación filológica. Que alguien sea apasionado significa que realiza acciones que salen de sus entrañas, llenas de fuerza, vitalidad, entrega y optimismo. Asocio la pasión con el "amor profundo", con los sentimientos vehementes hacia algo o alguien que impulsan acciones nobles, desinteresadas, espontáneas. Nada más alejado de lo pasional en este sentido que el "padecer" con el que también se lo relaciona (como cuando se dice "la pasión de Cristo", por ejemplo). Es extraño que el prejuicio que se erige sobre la pasión en general (excesos que no llevan a nada bueno) se evidencie también en este otro significado del término: quien es apasionado, padece, sufre. Desde qué lugar se sostiene esto parece difícil de desentrañar, pero algo es seguro: no queremos sufrir, por lo tanto, tenemos que eliminar lo que pueda provocarnos dolor. Como si la capacidad de sentir dolor no fuera directamente proporcional a la capacidad de sentir placer. Si nos anestesiamos contra el dolor, anestesiamos el sentir, que es el mismo tanto para uno como para otro. Una armadura nos protege tanto de lanzas como de caricias, pero con tal de no sentir las lanzas....
De todas las herramientas que podríamos encontrar para sujetar o ahogar a la pasión, ninguna tan poderosa y efectiva como la razón. Porque no sólo frena nuestros impulsos (pasiones), sino que tiene el poder de enmascararlos y hasta de esconderlos de nosotros mismos. Esta capacidad de poner a la razón por encima de los sentimientos es considerada muy valiosa, y así es transmitida de generación en generación. El "hagan lo que sientan" es tomado por las mismas personas a las que uno les dirige estas palabras como el caos absoluto, la anarquía, el acabóse de las buenas relaciones....en fin, como el despliegue de instintos egoístas que acarrearán la guerra hobbesiana de todos contra todos. Tenemos muy incorporada esta teoría de una naturaleza humana esencialmente belicosa y egoísta, cuando no sólo tenemos en la vereda opuesta las teorías del hombre bueno de Rousseau, sino un existencialismo que niega de raíz cualquier definición de una naturaleza humana y afirma que el hombre es elección, lo que él elige ser. Por qué aceptar la teoría de Hobbes y no las otras es también una cuestión difícil de explicar, y quizá sea debido a que el miedo encuentra en el hombre diferentes modos de habitarlo. Pero está muy extendida la creencia de que cuando uno despliega su verdadero sentir, inevitablemente va a generar conflictos, para sí o para otros, y entonces debe reprimirse eso que, en el fondo, no se conoce. De esta forma, no sólo estamos sosteniendo prejuicios sobre nosotros mismos sin realmente conocernos, sino que estamos perdiéndonos de la paz que puede traernos el hacerlo. Actuamos como cuando de noche sentimos ruidos en la habitación contigua y no nos animamos a entrar por miedo a lo que vamos a encontrar, y pasamos la noche presa de los más espantosos temores y tejiendo mil conjeturas, en lugar de armarnos de valor y mirar, quizá sólo para cerrar un postigo que se golpea con el viento. Desconocer nuestros sentimientos no hará que desaparezcan. Conocerlos podría modificar nuestra vida y hacerla más feliz, pero el culto que hagamos a nuestra racionalidad impedirá esta conexión con los sentimientos profundos. Esto hasta cierto punto, porque sabemos también lo que sucede cuando se desbordan, ya sea en la psiquis o en el cuerpo.
¿Por qué asusta tanto el sentir, la pasión, lo irracional? ¿Por qué no asusta, en cambio, la razón si, cuando se encuentra solitaria, es un mal mucho mayor? Tanto la razón como la pasión deberían regir nuestras acciones, pero la mayoría de las veces es despreciada esta combinación en pos de una elección meramente racional y calculada. Como si la pasión estuviera asociada a excesos de trágicas consecuencias y la razón a una mesura generadora de armonía y equilibrio. Y en realidad, podemos tener muchos y muy buenos argumentos para hacer lo que hacemos, pero si no tenemos pasión, no tenemos nada. Un ser puramente racional no es un ser humano. La humanidad radica en algo que está más allá de cálculos, razones y métodos. Un médico, un enfermero, un administrativo que haga sólo uso de su razón será previsible, metódico, ordenado....pero será mediocre en su función. No habrá sorpresas, ni de las "malas" ni de las "buenas". No sabrá qué hacer si surgen, como lo hacen inevitablemente, situaciones que están fuera de lo que ha previsto, fuera de las soluciones leídas o razonadas, fuera del tiempo necesario para que la razón sopese cuidadosamente los argumentos de hacer esto o lo otro, y se encontrará impotente frente a lo que debería ser la fuente vivificante de su tarea: la originalidad, la libertad creadora, el despliegue de su "arte". Sin estas cualidades será un trabajador burocrático, rutinario, tibio e infeliz, que preferirá la seguridad de la norma, de lo que "debe" hacerse, en lugar de correr los riesgos que siempre atañen a lo que se realiza con pasión. ¿Qué otra cosa es la vocación sino la pasión puesta a la base de las acciones que constituyen nuestra tarea diaria? ¿Nos preguntamos alguna vez si seguimos sintiendo, o si alguna vez sentimos esa pasión por lo que hacemos? Descontextualizando a Marx, el trabajo no puede ser un medio para vivir, porque en el trabajo el hombre se realiza a sí mismo, realiza su esencia, por lo que el trabajo es un fin en sí mismo y no un medio para otra cosa. Si el trabajo es el lugar de encuentro del hombre con su humanidad no puede ser una colección de horas muertas que sirvan para subsistir, comprarse el último electrodoméstico o pasar una semana en una playa del caribe. Estas pueden ser razones que sostengan en el fondo un trabajo que se realiza por temor a seguir la verdadera vocación, por temor a enfrentarse a nuevos desafíos, a situaciones inestables, al cambio...o por falta de pasión. En ese sentido, es difícil decir si la racionalidad es la que pone barreras a la pasión, o si es meramente el sustituto bastardo de ella, lo que surge cuando ella no está, como un modo de compensar esa pérdida. Si no hay pasión o amor, que haya por lo menos buenas razones, se dirá. Por poner un ejemplo, en el campo de la ética, alguien que tenía mucho temor a dejar librado a las inclinaciones de los hombres los actos morales propuso que los actos moralmente buenos eran aquellos que respondían a la ley moral (dada por la razón). Si ayudamos a un ser querido, este acto será neutro, pues responderá a nuestra inclinación hacia él y no a la ley. Ahora bien, si ayudamos a nuestro enemigo, a quién odiamos, y sólo por respeto a la ley moral, este acto, por ese sólo hecho, es considerado bueno. En ese sentido, un filántropo no tendrá la menor oportunidad de actuar bien: se limitará a actuar de un modo neutro. ¿Por qué tanto hincapié de Kant en que se actuara conforme a la razón y no conforme a los buenos sentimientos? Fácil, porque se nos puede obligar a seguir una ley de la razón (el imperativo moral), pero nada puede obligarnos a amar. Esto sale de un lugar al que las órdenes y las razones no pueden llegar. Es un lugar que no podemos dominar y al que, por eso, se le teme. De esta forma, es necesario recurrir a la razón, ya que, sienta una cosa u otra, debo actuar así. Sin embargo, pese a la impecable fundamentación de la deontología kantiana, sabemos que en muchos casos seguir rígida y ciegamente una norma nos lleva a hacer el mal. En cambio, cuando se ama (en el sentido profundo del término y no de manera patológica), siempre se actúa bien. Ya decía Aristóteles, de manera incomprensible para muchos, que las acciones virtuosas son las que realizan los hombres virtuosos. De alguna forma, no hay manera de explicar o decir cómo hay que actuar, no hay reglas universales para la acción y sólo nos queda confiar en la "virtud" de quien las realiza. Esta ética de la virtud no aspira a la razón en sentido moderno, sino a la sabiduría, que es mucho más amplia. Y el amor es una forma de sabiduría. Por ello, cuando amamos lo que hacemos somos en ello más diestros que aquellos que, manejando los conocimientos requeridos para determinado oficio, se limitan a cumplir con sus obligaciones. Quien ama lo que hace no sólo lo hace mejor sino que siempre aspira a saber más. El conocimiento en él no es la meta, sino un medio al servicio de su pasión. Y de ella no se pueden dar razones. De hecho, no podemos dar razones de las mejores cosas de nuestra vida, y si pudiéramos, dejarían de ser las mejores cosas de nuestra vida. "Buscarle un sentido a la vida es despreciar la vida", dijo Nietzsche. Y es verdad: ¿qué puede dar sentido a la vida que no sea la vida misma? Si buscamos un sentido a algo (un más allá), lo buscamos porque eso que tenemos necesita de otra cosa para justificarse. Es en vano buscar sentido a la vida para poder vivirla, porque la vida no requiere que le busquemos un sentido, sino que pide vivirla y ya. Busquemos el sentido de nuestro amor en base a un conjunto de ventajas y utilidades, y ya del amor no nos queda nada. Busquemos el sentido de nuestra vocación en los réditos y beneficios y ya no tendremos vocación. El sentido de la vida, el amor y el trabajo debería ser la pasión de vivir, de amar y de trabajar. Nada fuera de ellos mismos. No puede haber argumentos: debe haber corazón. Como Pascal ha dicho, el corazón tiene razones que la razón no comprende. Lo que es lo mismo que decir que para muchos de nuestros actos no hay razones ni es necesario que las haya. Pero siempre queremos entender y poder explicar, pues así nos sentimos seguros, podemos controlar, prever, tranquilizarnos. Hasta la palabra corazón aparece teñida del prejuicio racional: según Sergio Gonorasky, llama la atención que al descomponer esa palabra, queda al descubierto una relación con su antítesis: el corazón (el sentir) es el "co" de la "razón". Según puede leerse, ese órgano, designado desde tiempos inmemoriales como la sede de los sentimientos, se define como lo que acompaña, va con, está unido a, la razón. Y esa es su función, no en su sustancia, su especificidad, sino por su relación con, es decir, en base a su "accidentalidad". El órgano que cumple la función más importante es la razón, y el otro simplemente lo acompaña. Esta concepción en la que la razón es el órgano privilegiado y excluyente que rige nuestra vida no puede hacer otra cosa que cegarnos, mutilarnos, pues nos hace despreciar las grandes sinrazones de las que estamos hechos, y desvalorizar el servicio que realmente prestan al vivir. Dice una sentencia árabe: "el castigo del filósofo es la muerte de su corazón". No dejemos que esto nos suceda. No nos llenemos de palabras, excusas, razones y argumentos, no preguntemos el por qué de todas las cosas buscándoles una fundamentación. Preguntémonos diariamente, sólo un instante, si allí, en donde estamos, con quién estamos y en lo que hacemos, está nuestro corazón. A medida que lo hagamos, sentiremos la respuesta. Y ya no seremos los mismos. Ya no tendremos miedo.