Fernanda Orellana
Rev HPC ; :
En un artículo anterior se habló de la filosofía y de la actitud filosófica. Hoy se retomarán un poco esas consideraciones, diferenciando lo que llamo una "postura" filosófica de una "actitud" filosófica.
En primer lugar, Jaspers dirá que "la filosofía es aquella concentración mediante la cual el hombre llega a ser él mismo, al hacerse partícipe de la realidad" (1).
En ese sentido, el de Jaspers, el pensar filosófico es lo que nos hace hombres (genéricamente, claro). Pero, podría también decirse que, por el sólo hecho de ser hombres, tenemos, inevitablemente, una postura filosófica (sea cual fuere, ya que cualquier idea que sostengamos puede encontrarse en alguno de los autores filosóficos). Imagino que aquellos que estén leyendo este artículo, con la honrosa excepción de los correctores, tendrán algún tipo de interés en las inquietudes que son propias de la filosofía, pues, de lo contrario ¿por qué leer lo que está debajo de un título como el precedente?. Por otro lado, quien niegue tener interés alguno por la filosofía no está exento de tener también una postura filosófica (lo que, como decíamos, atañe a todos los hombres, sin la excepción de los correctores). La tendrá aún sin tener una "actitud" filosófica, pues ésta se diferencia en que implica no tener supuestos, preguntar el por qué de las cosas y buscar fundamentos a las respuestas, siempre de una manera crítica y reflexiva. Tener una postura filosófica será estar posicionado frente al mundo de una determinada manera. Veamos un ejemplo:
Imaginemos que acabamos de elaborar (o leer) una teoría que contradice lo que se ha dicho ya sobre el tema, e intentamos discutirla con alguien para saber hasta qué punto podemos considerarla o no. La discusión versará entonces acerca de la posibilidad de ese conocimiento (lo que es uno de los temas de la disciplina filosófica denominada gnoseología o teoría del conocimiento). Relajando (y distorsionando un poco) las disquisiciones filosóficas sobre este problema, propondremos cuatro situaciones a las que nos enfrentaríamos de acuerdo a las posturas filosóficas que detenten aquellos con los que nos encontremos. Empecemos.
Nos acercamos al primero. Éste no tiene demasiado interés por discutir el tema, porque ya tiene una opinión personal sobre el mismo que es contraria a la que exponemos. Puede recurrir a informes científicos, a lo que han dicho otros, a la Biblia o a su propia experiencia, cotidiana o mística. Pero es tajante al afirmar que las cosas son así, y si pensamos algo diferente estamos confundidos, extraviados o tenemos poco desarrollada nuestra razón. Ni piensa en evaluar la posibilidad de que la teoría que sostiene no sea la verdadera. El no querer ver otros puntos de vista diferentes cortando el diálogo no es sino la forma más evidente de esta actitud. Puede adoptar también otra, que es más engañosa: pretende dialogar con nosotros pero sólo con miras a imponer su punto de vista, sin ningún intento de reflexionar o evaluar su propia visión. Entramos cándida y confiadamente al diálogo, pero a medida que éste se desarrolla, notamos que nuestro interlocutor se enfervoriza cada vez más, hasta que, si no terminamos aceptando lo que nos dice, puede, llegado el caso, recurrir a la violencia, ya sea verbal (gritando) o física (yéndose, por nombrar la de menores consecuencias). Era, en realidad, una apariencia de diálogo, pues no había en él el menor interés por lo que pudiéramos decir. Esta actitud corresponde a la postura denominada dogmatismo. En el ejemplo, podría también decirse que en realidad dogmáticos también somos nosotros, que tampoco queremos aceptar el punto de vista del otro. Para salvar esto, diremos que tiene que haber ciertas cosas de las que estemos seguros (hasta el hecho de estar seguro de no estarlo), y que la transformación de esas seguridades en dogmatismo nos persigue a todos como una sombra, pues el dogmático cree estar en posesión de la verdad, y ¿quién no lo cree o lo ha creído alguna vez?. El peligro consiste en que, si bien uno puede ser una especie de iluminado y estar realmente en posesión de la verdad, se corre el riesgo de estar en el error y no poder ni siquiera contemplar esa posibilidad. Con el dogmático es muy difícil dialogar.
Cruzamos a la vereda opuesta y nos encontramos con otro. Queremos iniciar el diálogo pero, cada vez que decimos algo, nos interrumpe afirmando que él no cree en nada, que todo es falso: tanto lo que decimos cómo lo que constituye la opinión común. Escuchamos sus argumentos y valoramos que sea tan crítico, tan sagaz, tan ingenioso. Nos termina diciendo que no se puede conocer la verdad porque es sencillamente imposible. Por lo tanto, él no tiene ni acepta ninguna opinión o creencia. Y debiéramos hacer lo mismo. Su exposición es tan brillante que casi termina por convencernos. Pero aparece lo paradójico del asunto: si él afirma que el conocimiento es imposible, al afirmar esto ("el conocimiento es imposible") está afirmando algo (un conocimiento), por lo tanto, está considerando a "ese conocimiento" como posible (porque si no hay nada verdadero, tampoco puede ser verdadero que "no hay nada verdadero"). En fin, cuestiones, quizá, del lenguaje, pero que no dejan de tener su cuota de ironía, ya que dejan al escéptico (así se llama a esta actitud) sin poder afirmar su propia teoría. Es decir, incurre en una contradicción consigo mismo si pretende decir algo. Por eso, sólo absteniéndose de todo juicio puede escapar a la contradicción. A esta altura ya extrañamos al dogmático, aunque nos grite. Porque, ¿qué discusión podemos tener con alguien que, si quiere ser fiel a su postura, debe callar? Tampoco con un escéptico puro se puede dialogar.
Y de repente nos encontramos con el tercero: con él sí es muy agradable hablar. Contempla nuestro punto de vista, está muy atento, muy interesado. Nos da la impresión de ser el más tolerante. Nos dice seguidamente que la verdad no es universalmente válida: toda verdad es relativa. Afirma que el hombre es la medida de lo que es verdadero o falso (homo mensura), que la verdad está determinada por la cultura y la época, y como no hay ni una sola cultura ni una sola época, sino muchas, habrá tantas verdades distintas como culturas y épocas. Esto que queremos discutir es tan verdadero como lo otro, por lo que no vale la pena hacerlo. Y si bien resulta un tipo muy agradable, tampoco con él puede sostenerse un verdadero diálogo, pues avalará cualquier cosa que digamos. Si hay muchas verdades sobre una misma cosa, no se puede hablar de la verdad en particular (que es cómo generalmente la entendemos), y no podemos buscarla. En el fondo, se dice, la verdad no existe para él. Este es el relativista, que de tan amplio, nos produce vértigo.
Nos queda hablar aún con el último. Es bastante auspiciosa la charla, ya que, comenzado el diálogo, él evalúa tanto lo que decimos como lo que él mismo piensa sobre el tema. Pero su evaluación no es en los términos esperados (es decir, quizás esperábamos argumentos racionales): su evaluación es de otra naturaleza. Es más, su evaluación "parece" ser Naturaleza: lo que decimos será verdadero si es útil, si fomenta la vida, si conduce a una acción eficaz. El intelecto, nos dice, no es dado al hombre para investigar y conocer la verdad, sino para orientarse en la realidad. Por lo tanto, la verdad consistirá en la congruencia de los pensamientos con los fines prácticos. Nuestra teoría, por lo que a él concierne, sirve, es útil, y fomenta la vida. Por lo tanto, es verdadera y optará por ella. Lo mismo deberíamos hacer. Y pese a que halaga nuestra vanidad que nuestra teoría sea verdadera en sentido pragmatista, no dejamos de preguntarnos: ¿pero será verdadera de "verdad"?.
Y así concluirían nuestros diálogos con las cuatro de las posturas con respecto a la posibilidad del conocimiento: dogmática, escéptica, relativista y pragmatista. El criticismo, que es algo así como el término medio (que puede ser evaluado tanto como el acertado y justo equilibrio o como la simple mediocridad), fue encarnado por el quinto hombre, es decir, el que en primera persona (nosotros) intentó el diálogo con los otros cuatro.
Podemos decir que éste, el criticista, a diferencia del escéptico y el relativista, confía en la posibilidad de conocer y descubrir la verdad, como el dogmático, pero al mismo tiempo, a diferencia de este último, examina, evalúa, dialoga, cuestiona y mantiene una conducta reflexiva y crítica (como los otros dos).
Vale la pena detenerse un poco en el pragmatismo, doctrina bella como problemática. Bella porque libera al hombre de la esclavitud de las certezas, postulando cambios en las mismas en función de la vida. La vida posee una fuerza intrínseca que transforma constantemente lo que llamamos "realidad". Bergson hablará de "evolución creadora": la vida crea constantemente, la realidad es movilidad. Por eso, la verdad tampoco puede darse de una vez y para siempre, porque la realidad no está dada de una vez y para siempre. Y el criterio será precisamente estar en función de la vida, de la acción, de la orientación en el mundo, pues, ¿qué otra definición de verdad podríamos dar en una realidad cambiante?. Citemos a William James:
"...la verdad que hallamos simplemente, la que no es ya maleable por las necesidades humanas, la verdad perfecta...significa solamente el corazón muerto del árbol vivo y su ser significa sólo que la verdad también tiene su paleontología y su "prescripción" y que puede anquilosarse con los años de servicio y petrificarse en la consideración del hombre por pura vejez" (2).
Y acá está lo problemático de esta teoría, ya que no condice con nuestras concepciones comunes, lo que hemos aprendido sobre la verdad y el mundo. Sé que quien por primera vez se acerca a ella le parecerán absurdas sus afirmaciones, o quien la conozca superficialmente asociará lo útil o práctico sólo a beneficios materiales, al "tener". Sin embargo, el pragmatismo se acerca más al humanismo que al utilitarismo (mal entendido) al que se lo asocia. El tenor de este texto impide desarrollar más extensamente los fundamentos de esta teoría. Digamos de manera general que ella afirma simplemente que somos seres vivos y que, por tanto, debemos adaptarnos a las cambiantes condiciones de la vida. Si nos estancamos en una verdad dada, si actuamos siempre de la misma manera, la realidad va a superarnos. Podemos conocer la verdad de un momento dado, pero si esa verdad dificulta nuestra vida al momento siguiente, entonces ha dejado de ser una verdad. Si el árbol está vivo, también tiene que estar vivo su corazón.
Volvamos a nuestro tema. Si miramos los exagerados ejemplos dados, veremos en ellos al crisol de variantes filosóficas que puede sustentar cualquier hombre (y que de hecho sustenta) sobre cualquier tema (gnoseológico, metafísico, ético, religioso, doméstico) o sobre un mismo tema en diferentes momentos de su vida. Es probable, por ejemplo, que desde el criticismo (evaluar, sopesar cuidadosamente y encontrar la certeza de que "algo es así") lleguemos a tener una postura dogmática ("esto es así y punto"), para luego pasar, por distintas razones, a una escéptica ("no era así y no tengo manera de saber cómo es"), y derivarla en una relativista ("para mí es así y para el otro es asá, y está bien") o pragmática ("no sé como es, pero funciona y entonces vale") o nuevamente criticista, iniciándose otra vez la cadena. En fin, la idea de todo esto es contemplar la imposibilidad de relacionarnos con el mundo sin tener, por ese sólo hecho, una postura filosófica. Quizá nos falte descubrir cuál es, pero seguramente la habrá, aunque no nos interese conocerla. Esto con respecto a las posturas filosóficas.
Con respecto a la "actitud" filosófica, es otra cuestión, que puede estar relacionada con las posturas o no. De los ejemplos vistos, tan sólo el dogmático está enemistado directamente con ella. Y lo está porque ya no se pregunta más, porque da por cerradas las cuestiones. Y a esto no han escapado ni los mismos filósofos, ya que muchos sostienen que su sistema es el último y definitivo. Cuando uno acaba algo, ya ha dejado de hacerlo. Cuando alguien finaliza una obra, ya no está "obrando". Cuando un filósofo dice haber llegado a la verdad, ya ha dejado de filosofar, ya ha dejado de tener una actitud filosófica.
Filósofo (quien tiene una actitud filosófica) ha sido siempre el que ha estado en búsqueda de la verdad, no el que la encontrado (quien tiene una postura filosófica). Este último podrá ser llamado sabio. Pero también necio o ignorante. Y aunque los separa un abismo, ambos están muy, quizás demasiado, cerca.
BIBLIOGRAFÍA
1. Jaspers, Karl. La filosofía. Fondo de Cultura Económica. México 1957.
2. James, William. Pragmatismo. Sarpe. Madrid 1984; 73.