Fernanda Orellana
Rev HPC ; :
Los actos que perjudican o benefician a alguien son considerados "actos morales", y caen dentro del ámbito de la ética como disciplina filosófica. Los reconocemos fácilmente porque pueden ser considerados o calificados como buenos o malos, justos o injustos, correctos o incorrectos (es decir, les damos un "valor" y además poseen la dicotomía propia de los valores). Esta calificación, por más cotidiana que sea, está muy lejos de ser algo simple. Uno ya podría sospechar de ello cuando se percata de que es un territorio de la filosofía, y, por tanto, no puede tener una respuesta definitiva, o unánimemente aceptada o proclamada como verdadera...en fin, no hay muchas posibilidades de que tenga una respuesta en el sentido tradicional del término. De hecho, si buscamos respuestas en filosofía lo más probable es que obtengamos no sólo más dudas, sino también nuevas preguntas que antes ni siquiera se nos habían cruzado por la mente. En lo estrictamente ético, uno de los tantos problemas es que, en lo que se refiere a la consideración de un acto como bueno o malo, lo que una teoría puede considerar correcto es considerado incorrecto en la otra, ya que son otros los principios que están en la base de ese acto (una ética de la convicción, por ejemplo, priorizará las buenas intenciones, lo que será condenado en una basada en la responsabilidad, que medirá las consecuencias). El problema teórico consiste entonces en no poder determinar principios "verdaderos". Obviamente, si lo problemático de la cuestión se redujera a la disputa filosófica (por más enfervorizada que ésta sea) que sostienen las distintas teorías entre sí, no habría mayores inconvenientes (salvo, por supuesto, para los protagonistas de la misma). Lo que sucede es que, desgraciadamente o por suerte (de acuerdo al lente...), es a todos a quienes involucra y atañe el carácter problemático de este tipo de acciones, y por la sencilla razón de que no podemos escapar a ellas en nuestra vida cotidiana. Quizá para el asceta este problema no sea tan acuciante, pero para el resto de los mortales que vivimos en sociedad lo es. De más está decir que el trabajo hospitalario es decididamente moral (lo veamos así o no), pues debe su existencia a la función que presta a la comunidad en cuanto a la (en términos muy generales) "restauración de la salud", es decir, en beneficio del otro (pudiendo aparecer, como dijimos, la otra cara axiológica de la misma moneda, el perjuicio). Si tenemos dudas, bastará acceder a las emotivas cartas de agradecimiento o a las duras demandas, las que no se acumulan en fábricas textiles, supermercados o casas de computación. Sumado al problema intrínseco de lo que atañe desde siempre a lo moral, el desarrollo de la tecnología plantea hoy problemas morales inéditos, con lo cual se suma, a lo ya problemático de por sí, una mayor complejidad.
En cualquiera de los casos, estaremos frente a un problema moral cada vez que nos encontremos con una situación que parece escapar a las certezas de lo que es bueno o correcto, por cualquier motivo que de lugar a esa duda. También cuando tenemos una posición tomada que nos genera cierta inseguridad en cuanto a sus consecuencias, o no condicen con los pedidos de los pacientes o familiares, o no sabemos si es legal o no, etc. En estos casos, es bueno saber que no estamos solos, y que si bien es valioso reflexionar, buscar información, y dialogar con otros, contamos además con organismos que tratan y discuten estas cuestiones (como el Comité de Etica del hospital, por ejemplo), por lo que consultarlo siempre enriquecerá nuestro juicio.
Además del problema moral mencionado (no saber realmente qué es lo correcto), podría existir otro de mayor importancia, y que consistiría en creer que no hay un problema donde sí lo hay (lo que es un poco peor que ver problemas donde no los hay). Es decir, existe la posibilidad de que creamos no tener un conflicto porque no somos concientes del mismo y, sin embargo, puede que esté allí o haya aparecido sin que nos diéramos cuenta. Porque es cierto que uno no busca soluciones a menos que tenga problemas. Nadie busca esclarecer lo que tiene (o cree tener) claro. Si sé, y estoy seguro de mi saber, no tengo en qué pensar. Este no es un problema en la medida en que realmente sepa. Pero podría suceder que en realidad crea saber, cuando, en el fondo, no sea así. Y entonces no tengo un problema, sino dos: no sé, y además, no sé que no sé. (Esto no pasa en el caso de quien ve problemas donde no los hay, pues debe resolver sólo una cuestión: dejar de inventar problemas. De ahí la leve diferencia).
En relación a este "no saber que no sé", voy a referirme, sin cometer ningún tipo de anacronismo, a un filósofo de la antigüedad: Sócrates. Como vimos, en filosofía no hay respuestas definitivas, por lo tanto, no puede haber tampoco autores definitivos, y por ende, tampoco puede haber autores superados o caducos.
Para Sócrates, el falso saber es un obstáculo para la verdadera sabiduría, porque, si reconozco carecer de ella, puedo buscarla, mientras que si creo poseerla, no lo haré. Ilustremos esto con lo sucedido en relación al oráculo de Delfos (en la "Apología de Sócrates", de Platón): un amigo de Sócrates, Querefonte, le pregunta al oráculo del dios Apolo quién era el hombre más sabio, y el oráculo le contesta que es Sócrates. Éste se sorprende, pues no cree poseer ningún conocimiento, y decide entonces realizar una pesquisa entre sus conciudadanos para poder interpretar las palabras del oráculo. En resumen, lleva a cabo el interrogatorio y todos los interrogados dicen saber, pero sin embargo ninguno logra responder adecuadamente a las preguntas de Sócrates. Una mirada suspicaz sobre los diferentes textos podría aducir que en realidad todas las preguntas de Sócrates son filosóficas y, por tanto, de muy difícil respuesta (pues pregunta, por ejemplo, a los políticos que es la justicia, o a los generales que es la valentía, y estos, luego de muchas respuestas ambiguas, contradictorias, erróneas, es decir, intentos de definición que pecan por demasiado estrechos o demasiado amplios, reconocen que en realidad no saben). Pero en el tema que acá nos ocupa estamos tratando sobre preguntas éticas, y, por tanto, filosóficas, y, por tanto, de difícil respuesta. De todos modos, para Sócrates, el saber requiere poder expresarlo, definir lo sabido, y quien no lo haga, carece de ese saber. Sócrates busca entonces la eliminación de todo saber que no esté fundamentado, que no resista las críticas que se ejerzan sobre él. Como resultado de esa pesquisa entre los sabios de Atenas, Sócrates llega a la conclusión de que el oráculo dijo que él era el más sabio entre los hombres porque mientras que él reconoce su ignorancia, los demás ignoran la suya. Es decir, el más sabio entre los hombres es el que reconoce que no sabe, pues los que creen saber no saben ni siquiera que no saben. Más allá del juego de palabras, el "sólo sé que no sé nada" es el mayor saber al que pueden aspirar los hombres (pues la sabiduría sólo corresponde a los dioses).
Dejando de lado otros sentidos de la anécdota, lo importante es el reconocimiento, por parte de Sócrates, de que su misión consiste en recordar a los hombres sus límites, poner en duda el supuesto saber que éstos creen tener, empujarlos a problematizar sus opiniones y creencias y a dudar de sus certezas (es decir, que descubran que hay problemas). Los textos de Platón nos muestran a Sócrates entablando el diálogo con alguna "víctima", dando por cierto el saber del otro y disimulando su propia superioridad, y presenciamos paulatinamente como, lo que en un primer momento el interlocutor mostraba como seguro y cierto, es desbaratado hasta el punto en que se derrumba y él mismo admite que en realidad no posee el conocimiento que tan seguramente había creído poseer al principio de la charla. A este momento se lo llama refutación, porque el interrogado ya no sabe nada, no puede sostener sus antiguas ideas, y ha sido él solo el que, con sus propias palabras, se ha desbaratado a sí mismo y no puede ya dar ninguna respuesta. El siguiente momento, al que se llama mayéutica y en el que no voy a detenerme, consiste en que el interrogado, una vez que acepta que en realidad no sabe, está preparado para buscar dentro de sí (recordar) los conocimientos de los que está preñado y, con la ayuda de este "partero de ideas" (así se llamaba a sí mismo Sócrates, pues ayudaba al otro a sacar de sí lo que tenía dentro de sí), los dé a luz. Es decir, enseñar no es introducir, sino extraer del propio hombre lo que ya sabe. Si le damos a esto un sentido ético (como lo tiene de hecho para Sócrates), esta enseñanza se reduce a guiarnos hacia el reconocimiento de la conciencia moral que habita en cada uno de nosotros (sin que podamos decir de antemano cuál o cómo sea ésta).
La grandeza de Sócrates como maestro radica, entre otras cosas, en que no transmitía ningún conocimiento (el decía no poseerlo), sino que intentaba, a través del diálogo, que fuera la propia persona la que lo descubriera dentro de sí. En el primer momento de su método (la refutación) lo que buscaba no era humillar al otro (aunque obviamente muchas veces sucedía) sino la denominada "purga" o "catarsis", que consistía en liberar al alma de las ideas erróneas, única forma en la que ésta pudiera dar a luz las correctas. Esto era de vital importancia, y no sólo en lo que se refiere al conocimiento por el conocimiento mismo, sino porque involucraba una cuestión moral. Para Sócrates, quien conoce el bien, no puede sino obrar bien. Sólo se actúa mal por ignorancia, ya que el error y la ignorancia equivalen al vicio. Quitarle las ideas erróneas a alguien es purificarlo moralmente. Y a esto es a lo que quería llegar.
La diferencia con respecto a otros es que, para Sócrates, no existiría una instancia de elección entre un tipo de acción que previamente hemos identificado como correcta o incorrecta, pues si alguien conoce el bien, no puede dejar de hacerlo. No pasa porque sea una cuestión formal a la que la voluntad deba constreñirse, o cálculos de utilidades y beneficios por los que debamos optar, o acatamiento de un consenso argumentativo, sino simple y llanamente saber que una acción es buena, porque si se sabe, no hay forma de no hacerla*. Quien actúa mal está ignorando que es un mal. Puede parecer ingenuo, pero si recordamos acciones pasadas a las que hoy podríamos catalogar como incorrectas o injustas, creo que podríamos afirmar que en "aquel" momento surgieron como acciones (u omisiones) justificadas, ya sea por causas externas o internas, por pensar que tenderían a un bien, por la ceguera de alguna emoción, por miedo, venganza, dolor, ambición...pero sin la conciencia expresa de estar haciendo algo incorrecto. Hasta un asesino puede creer que sus actos son simples actos de justicia. El problema es el error, el no saber, el no haber podido ver.... ¿Podemos aceptar que se actúa mal por ignorancia? Para una sociedad que se dice cristiana no puede ser tan difícil, pues de modo similar a Sócrates, Jesús expresó en la cruz: "Perdónalos padre, no saben lo que hacen".
Y nosotros, ¿sabemos realmente lo que hacemos?
NOTA
*Habría un problema previo al obrar bien u obrar mal, y es saber qué es lo bueno y qué es lo malo. Pero esto mismo también podría pensarse como diferente del saber por qué algo es bueno o malo (es en esta dilucidación en donde aparecen las teorías dedicadas a la fundamentación de la ética), pues podemos simplemente saberlo por 'intuición', saber que es pero no "por qué" lo es. Si bien se dijo en este artículo que si no podemos dar razones de algo es que no lo sabemos realmente, la diferencia consistiría en que no creemos saberlo en el sentido de poder expresarlo, sino saberlo sin más. La refutación socrática tendría un sentido muy importante, previo a este saber, ya que no podríamos intuir lo correcto si estamos llenos de errores o preconceptos, por lo que es mediante ella que conseguimos desterrar las antiguas certezas y lanzarnos, quizá a través de todas las teorías éticas a nuestra disposición, a intuir la propia, a darla a luz.