Fernanda Orellana
Rev HPC ; :
«No pretendas que lo que sucede suceda como quieras, sino quiérelo tal como sucede, y te irá bien». Epícteto.
Hablar del dolor y del sufrimiento es fácil (en general, hablar de cualquier cosa lo es). Pero el padecer cualquiera de los dos constituye la experiencia más difícil que tiene que soportar un ser humano. La dificultad se agrava por el hecho de que, pese a padecer dolores desde que nacemos, siempre que volvemos a sentirlo es como la primera vez: no entendemos por qué, nos asustamos, de nada nos sirven las experiencias anteriores y lo único que deseamos de la vida es volver al estado previo a él.
Dolor y sufrimiento se usan como sinónimos, pero suele hacerse una distinción que parece acertada. Por un lado, el dolor haría referencia a lo orgánico, lo corporal, y constituiría algo común a todos los seres vivientes, mientras que el sufrimiento haría referencia a una instancia de tipo psicológico, y remitiría sólo a lo humano. El sufrimiento puede tener origen en el dolor físico, pero evoca aspectos más profundos de la persona. Todos hemos sentido a ambos en mayor o menor medida. Y todos queremos evitarlos. Tenemos claro que la básica definición de Mill sobre la felicidad como placer, entendido como ausencia de dolor, no es condición suficiente, pero sí necesaria. Epicuro dijo que el placer es principio y fin de la vida feliz. Placer para él es no experimentar dolor en el cuerpo ni desasosiego en el alma. Cuando nos duele el cuerpo o sufre nuestra alma o «psiquis», no podemos ser felices.
Sin embargo, son situaciones que no podemos evitar, y están en nuestras vidas, lo queramos o no. ¿Tienen el dolor y el sufrimiento algún sentido?.
Nos enseñaron a aceptar que los hechos son los hechos, y que darle un sentido subjetivo a los mismos es tergiversarlos. Pero, por un lado, nada más subjetivo que el dolor: ¿cómo dar pruebas de mi dolor si mi interlocutor no me cree?,¿cómo saber que el otro siente dolor sin haberlo yo sentido antes?, ¿cómo «medir» la magnitud del dolor de otro de otra forma que no sea preguntándole?...en fin, ¿cómo veo, palpo, huelo, gusto o escucho el dolor? El dolor no es un hecho, pero está ahí, a continuación de ciertos hechos.
Por otro lado, es innegable que el mundo humano es el mundo del «sentido». Hasta las ciencias no son otra cosa que un mero darle «sentido» a los hechos, un sentido consensuado y aceptado por la comunidad científica. Pareciera que lo que carece de sentido es, de algún modo, irracional. La razón nos ordena buscar el origen y la dirección de todo. Puedo preguntar por las causas de mi dolor, por qué me afecta tanto, cómo hacer para aliviarlo. Pero si pregunto «¿por qué a mí y para qué?», estoy llendo más allá, estoy preguntando por el sentido profundo de aquello que me sucede. ¿Por qué y para qué?.
Nietzsche tiene una frase, una de las más populares, que dice en su versión más difundida: «lo que no nos mata, nos fortalece». Más allá de las interpretaciones vitalistas, podemos rescatar de esta frase un profundo sentido al dolor y al sufrimiento. ¿Para qué sufrir? Para fortalecernos. Se dice que el hombre crece y madura en el sufrimiento, que el dolor lo templa y lo enriquece. Pero, ¿nos es dado a todos enriquecernos cuando sufrimos?
Imagino que hay diferentes maneras de enfrentar el dolor. La más común es querer huir del mismo, alejarlo, eliminarlo. Tomaremos analgésicos, calmantes; nos evadiremos en una agitada vida laboral, social, el alcohol o las drogas; nos anestesiaremos física y psicológicamente. Pero cuando esto no sea suficiente, cuando no haya modo de escapar de él, ¿qué haremos además de desesperarnos y sentirnos los seres más miserables del planeta? ¿Podremos encontrar otra forma en la que no nos duela tanto lo que nos duele? Y si encontramos esa forma, ¿importará que nos digan que no hay manera de saber si es verdadera?
La «verdad» de las creencias es otro de los grandes problemas filosóficos. Sin ahondar en ellos, podemos decir que nos preocupamos por creer sólo en lo que es verdadero y exigimos para ello pruebas. Podemos adherir también a varios tipos de teorías sobre la «verdad» (sólo voy a detenerme en dos). Por un lado se encuentra la teoría correspondentista, que afirma que la verdad es una relación que se da entre el lenguaje y el mundo. Es el mundo el que determina si la proposición es verdadera o falsa según se dé o no el hecho que describe la proposición. La verdad no depende de nosotros, no es relativa a ningún sujeto, a ninguna cultura o época. La verdad es absoluta, objetiva y depende sólo de cómo es el mundo. Si bien esta teoría es la que convoca más seguidores, no puede aplicarse en el caso que nos ocupa, esto es, saber si es «verdadero» el sentido que le he encontrado al dolor (instancia imprescindible si quiero creer en él). Para ello, me remitiré a un positivista lógico, Wittgenstein (1), que adhiriendo a esta misma teoría («2.223*. Para conocer si la figura -proposición- es verdadera o falsa debemos compararla con la realidad»), dice:
« El sentido del mundo debe quedar fuera del mundo. En el mundo todo es como es y sucede como sucede: en él no hay ningún valor, y aunque lo hubiese no tendría ningún valor» (6.41)
Wittgenstein se refiere a los valores éticos y estéticos (de hecho, para él, lo ético no se diferencia de lo estético). Es fundamental su afirmación:
« Todas las proposiciones tienen igual valor» (6.4).
Como las proposiciones son descripciones de hechos posibles, todas son iguales y entre ellas no existe preeminenecia alguna, no hay jerarquía ni diferencias de valor entre ellas. Por lo tanto, si se quiere expresar el sentido del mundo por medio del lenguaje, se deberán infringir los requisitos del principio de isomorfía (correlación lógica entre el lenguaje y la realidad, es decir, a cada proposición le corresponde un hecho de la realidad), porque, o bien el sentido de los hechos es parte del mundo, esto es, será un hecho más entre los hechos (y no se ve cómo pueda dar sentido a los demás hechos), o bien el sentido está fuera del mundo, y entones el lenguaje no puede hablar de él («5.6 Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo»).
Es decir, si hubiera algún valor en el mundo, sólo por eso no tendría valor. Considerar el valor como parte del mundo equivale a convertirlo en un hecho y despojarlo de su condición de tal. Por lo tanto, no puede haber proposiciones de ética (lo mismo que de estética).
Sobre esto: «El bien y el mal aparecen únicamente con el sujeto. Y el sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo».
Los valores suponen un sujeto y aparecen sólo con él. Pero puesto que el sujeto es el límite del mundo, todo lo que se refiera a los valores pertenece igualmente al límite del mundo. Nada de esto puede alterar los hechos. No puede alterar nada de lo que es posible expresar por medio del lenguaje, sino que, si puede modificar algo, será los «límites del mundo». Modificará el sentido que el mundo en su conjunto adquiera para el sujeto, de la misma forma que «para el hombre feliz, el mundo es diferente que para el infeliz» (6.43).
De nada de lo que dé sentido a la vida puede tratar el lenguaje (ni la muerte, ni la vida eterna). Dios no se revela en el mundo (6.432). Por lo tanto, el conocimiento del mundo no contribuye a otorgar sentido al mundo: «Lo místico no consiste en cómo sea el mundo, sino en que es» (6.44). «Lo místico, que no puede expresarse, se muestra a sí mismo» (6.522).
«La solución del problema de la vida está en la desaparición de este problema. (¿No es ésta la razón de que los hombres que han llegado a ver claro el sentido de la vida, después de mucho dudar, no sepan decir en qué consiste este sentido?)» (6.521).
Retomando estas ideas de Wittgenstein (no nos preocupemos por la «verdad» del sentido, porque no es un hecho, no es parte del mundo, ya que si lo fuera, no podría darle sentido a los hechos) y desoyendo su consejo («De lo que no se puede hablar, mejor es callarse» 7) retomo otra teoría sobre la verdad, una teoría muy criticada dentro de la filosofía, pero que, en el contexto del sentido (no de los hechos) adquiere otro cariz. Me estoy refiriendo a la teoría pragmatista (William James y otros), que dice que una creencia es verdadera si «funciona», si conduce a un comportamiento eficaz. Es decir, puede el dolor tener sentido o no tenerlo. Fijémonos cuál de las dos valoraciones «funcionan» mejor en nosotros y adhiramos a ella, pues será entonces «verdadera». Así como valoramos un vaso de agua tanto «medio lleno» como «medio vacío» refiriéndonos al mismo hecho (y es tanto lo uno como lo otro), valoremos también la utilidad de nuestras creencias sobre el sentido o sinsentido de nuestras vivencias. Una buena pregunta sería ¿qué podemos aprender, en base a ellas, sobre nosotros mismos? ¿Qué nos enseñan el dolor y el sufrimiento?
Por otro lado, si le encontramos sentido a nuestro dolor, podremos también ayudar a nuestros semejantes a encontrar el sentido a los propios, cuestión que no es de menor importancia en un trabajo hospitalario donde el dolor y el sufrimiento son cosas cotidianas. Si vemos que el «sentido» nos ayuda, nos calma, nos contenta, también lo hará con otros. Podemos entonces aliviarlos con calmantes y tranquilizantes, y también podemos transmitirles, además, ese sentido que hemos encontrado para nosotros, o la inquietud de una búsqueda propia.
No hay manuales que nos expliquen la necesariedad del dolor en nuestras vidas, excepto la de ser una señal de que algo anda mal. ¿Por qué no se encienden luces de colores?
Sea como sea, el dolor está ahí e indica que algo debe cambiar. Hay que curar, sanar, restaurar el cuerpo. También el sufrimiento indica que algo anda mal. Hay que sanar, curar, restaurar el alma. Si la enfermedad no tiene cura, debo aprender a convivir con ella. Si los hechos que me afectan no tienen solución, debo también vivir con ellos. Pero para lograr eso, algo en mí se debe modificar. Debo crecer. Debo aprender más. Debo valorar otras cosas de la vida, porque si para algo sirven el dolor y el sufrimiento, es para poder diferenciar lo verdaderamente importante de lo que no lo es. Un gran dolor tiene que hacernos poner en su lugar a esos pequeños dolores que magnificábamos. Si luego de un gran dolor volvemos a valorar las cosas de la misma forma en que lo hacíamos antes de él, es porque no hemos aprendido nada. Si luego de un gran dolor no ampliamos la mirada y se nos ensancha el mundo, lo que está más allá de los límites del mundo, de nada nos ha servido. No nos hemos conocido más a nosotros mismos.
Si no creemos en una sabiduría de la vida, construyamos nuestra propia sabiduría. Y creamos en ella. Si, como dice Wittgenstein, «para el hombre feliz, el mundo es diferente que para el infeliz» (siendo el mundo fácticamente el mismo), seamos el primer tipo de hombre. Si algo no nos ha matado, que nos haya fortalecido.
Fernanda Orellana
e-mail: fernandaorellana@hotmail.com
BIBLIOGRAFÍA
1. Wittgenstein L. Tractatus logico-philosophicus. Alianza Editorial, Madrid 1973.
* El Tractatus es un libro compuesto de proposiciones numeradas. Las citas del presente artículo se reducen a reproducir entre paréntesis la numeración de la proposición mencionada.